En este domingo queremos acompañar a Jesús que, subiendo de Jericó a Jerusalén desde Galilea, vino seguido de una multitud. Varias veces profetizó su muerte en Jerusalén. Pero quiso entrar solemnemente en la ciudad, cosa que siempre había querido evitar.
La liturgia de hoy
pide a los fieles que se congreguen en el lugar conveniente, un templo menos
importante o una plaza, y ahí concentrados se hará la lectura del evangelio que
este año es el del ciclo B, es decir de San Marcos. Luego se bendicen
solemnemente los ramos y comienza una procesión hasta la Iglesia.
En la liturgia se
recuerda lo que Jesucristo quiso vivir en esta entrada en Jerusalén:
Jesús hace un signo
que siempre ha evitado: pide a los discípulos que entren en el pueblito próximo
donde encontrarán una burra con su pollino. Que los traigan a Él.
Se monta en el
pollino, como signo de humildad, según la profecía de Zacarías: «Mira a tu rey
que viene a ti, humilde, montado en una borrica, en un pollino hijo de
acémila».
Hay un grupo de
personas que vienen acompañándolo y que se entusiasman:
«Echaron encima sus
mantos y Jesús montó. La multitud alfombró el camino con sus mantos. Algunos
cortaban ramas de árboles y la gente iba adelante y atrás proclamando: «Hosanna»
(que propiamente significa sálvanos, pero después se ha convertido en una
simple aclamación).
Con esta expresión
el pueblo vitorea a Jesús diciendo: «Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna».
La liturgia nos
invita a vivir un momento de gozo en este domingo y nos pide guardar los ramos
bendecidos para que el próximo año, en miércoles de ceniza, se quemen para
empezar, con humildad, otra vez la cuaresma.
Es bueno recordar
lo que el Papa Benedicto nos dijo sobre la multitud que en el domingo de ramos
aclama al Señor Jesús. Los del Viernes Santo serán otras personas que movidas
por los sumos sacerdotes pedirán su crucifixión.
La Pasión del Señor
En la eucaristía
del Domingo de Ramos leemos la pasión según San Mateo. Es la más larga y será
bueno que, en familia, la meditemos recordando el sufrimiento de nuestro
Redentor.
También debemos
meditarla a nivel personal para sacar el mayor provecho y descubrir el amor
infinito con que Jesucristo se entregó a la muerte para salvarnos del pecado.
Pienso que, en este
día, al leer la Pasión, y posiblemente durante toda la Semana Santa, será bueno
que meditemos estas palabras de San Pablo: «Me amó y se entregó por mí».
Todos y cada uno de
los sufrimientos de Jesús por mí.
El apóstol centra
nuestros sentimientos en un párrafo precioso de la Carta a los filipenses que leemos
en la misa del día y a continuación meditamos:
«Cristo, a pesar de
su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando
como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una
muerte de cruz…»
Precisamente por
esta humillación que hoy meditamos fue glorificado con su resurrección por el
Padre Dios.
Al proclamarlo
«Señor» está refiriéndose a su divinidad:
«Por eso Dios lo
levantó sobre todo y le concedió el “nombre-sobre-todo-nombre” de modo que al
nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre».
De esta manera
nosotros caminaremos cerca de Él en esta semana y sobre todo durante el Triduo
Pascual que empieza el jueves por la tarde, con la última cena, y termina con
la vigilia pascual y el triunfo de Jesús.
Sintámonos como
Iglesia que quiere acompañar el dolor de Jesús, su esposo, y pasar con Él de
muerte a vida.
José Ignacio Alemany Grau, obispo