24 de abril de 2013

V Domingo de Pascua, Ciclo C

EL AMOR: UN GOZO POR ESTRENAR 

Con relativa frecuencia la Iglesia nos repite las verdades y mandamientos fundamentales de nuestra fe para recordarnos que no se trata de conocerlos sino de vivirlos. 

Esto es lo que hace precisamente en este quinto domingo de Pascua y nos lo dice en el verso aleluyático: 

“Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”. 

Aquello de “amar al prójimo como a sí mismo” debió quedar (al menos así es el plan de Dios) en el Antiguo Testamento. 

La exigencia de Jesucristo, nuestro Maestro, es mucho más fuerte de manera que el modelo que imitar ya no es uno mismo sino Jesucristo: “ámense como yo os he amado”. 

Por supuesto que no es nada fácil, ni siquiera posible, pero no es para desanimarnos sino para pedirnos un esfuerzo continuo por superarnos en el amor. 

Este amor debe traducirse en una entrega a Dios en el prójimo, de otra manera sería falso, no sería amor cristiano. 

Son muchas las manifestaciones de este amor que nos pide Jesús: dar de comer, dar de beber, acoger al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, etc. 

Pero de todas maneras, es preciso tener en cuenta que, el don más grande que podemos dar a otros es evangelizarlos. 

Debemos preguntarnos de una manera especial en este tiempo en que recordamos todo lo que Jesús muerto y resucitado ha hecho por nosotros. 

¿Podemos decir de verdad que hemos estrenado ya este amor en nuestra vida? 

Es fácil encontrar la respuesta: si nuestro corazón está siempre lleno de gozo, es porque amamos de verdad. Por eso es preciso que si, hablando sinceramente ante Dios, nos damos cuenta de que no hemos estrenado el amor, ya es hora de hacerlo. 

La primera lectura nos habla del apostolado de Pablo y Bernabé. Han evangelizado por distintos lugares, han organizado la Iglesia y regresan a su comunidad y “al llegar reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe”. 

Una manera de manifestar la unidad en la vida comunitaria es precisamente compartir con los demás lo que se ha hecho en el apostolado, respaldados por el amor y la oración de los otros hermanos de la comunidad. 

El Apocalipsis, por su parte, nos muestra la amistad profunda entre Dios y su Iglesia. Cuenta san Juan cómo “vio a la nueva Jerusalén, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo y escuchó la voz que decía: Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios”. 

Por eso nuestra lectura termina diciendo que “el que estaba sentado en el trono dijo: Todo lo hago nuevo”. 

Es el “amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo”, el que hace nuevas diariamente todas las cosas en su Iglesia. 

El Evangelio nos recuerda las palabras que dijo Jesús, en el cenáculo, según el evangelista san Juan: “Ahora es glorificado el hijo del hombre y Dios es glorificado en Él”. 

Después, lleno de la ternura con que nos amó hasta dar la vida por nosotros, Jesús abre su corazón y dice: “hijos míos, me queda poco de estar con vosotros”. 

Y, precisamente, aprovechando esos momentos de amor y cercanía, les da el gran mandamiento que debemos releer y meditar muchas veces: 

“Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os améis unos a otros”. 

Muy corto es el párrafo del evangelio del día. Es que la Iglesia quiere que lo asimilemos podamos salir del templo este domingo repitiendo, bien convencidos de ello: ¡Me voy a amar a todos! 

No olvidemos que sólo amando, humanamente de una manera incomprensible, podremos ser testigos del amor de Dios. 

Terminamos con estas palabras del Papa Francisco: 

“Jesús no tiene hogar, su casa es la gente. Somos nosotros. Su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia amorosa de Dios”.

17 de abril de 2013

IV domingo de Pascua, Ciclo C

EL PERFUME DEL BUEN PASTOR 

Hoy, día del Buen Pastor, la Iglesia celebra “La Jornada mundial por las vocaciones”. 

Examinemos, brevemente, la figura del Buen Pastor y de las buenas ovejas en la liturgia del día. 

En el Antiguo Testamento tenemos muchas citas bellísimas que nos presentan a Dios como Pastor. 

Precisamente Jesús, al hablar de sí como el Buen Pastor, está recordándonos cómo Él mismo es el Pastor porque se identifica con Dios Padre. 

Recordemos algunas de esas citas para meditarlas: 

* “Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré” (Ez 34,11ss). 

* “Como un Pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho” (Is 40,11). 

* “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño” (Sal 80,1). 

* “Porque Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía” (Sal 95,7). 

* Y de manera especial el salmo 23, tan conocido, y que rezamos con tanto cariño: 

“El Señor es mi pastor, nada me falta en verdes praderas me hace reposar…”. 

Rezando este salmo nos parece recorrer las praderas de Israel y encontrar a Jesús metido entre multitud de ovejas, alimentándolo con los mejores pastos y las aguas más frescas. 

Porque son todas estas las palabras que Jesús se aplica a sí mismo cuando dice: “Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas”. 

De esta manera queda claro lo que es el Buen Pastor… Pero, ¿cómo son sus ovejas? 

Esto es lo que nosotros mismos debemos pensar, meditar y responder. 

Jesús nos conoce, “Yo soy el buen pastor que conozco a las mías y las mías me conocen a mí…” 

En este momento sería bueno pensar que Jesús nos conoce porque es nuestro Dios y Redentor. 

Pero, ¿es verdad que nosotros escuchamos la voz de Jesús y que lo conocemos? 

¿Es verdad que lo seguimos con fidelidad apenas escuchamos sus silbos amorosos? 

El Papa Francisco pide a los sacerdotes que sean buenos pastores: 

“Al buen sacerdote se le conoce por cómo anda ungido su pueblo… hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora… Esto os pido: sed pastores con olor de oveja”. 

Ya se sabe que si el pastor se pasa el día metido entre su rebaño, se le pega el fuerte olor de las ovejas y esto es lo que pide el Papa. 

La unción y santidad del buen sacerdote es la unción sacerdotal que recibió y que debe llegar a las ovejas. Esto quiere decir el Papa: 

La santidad del sacerdote se conoce en el rebaño. 

Algo parecido quiere el Papa de sus sacerdotes cuando les dice: “en las iglesias y confesonarios ¡puertas abiertas!”. Sí, el pastor debe dejarse comer como Jesús. 

La primera lectura nos presenta a Pablo y Bernabé rechazados por los judíos. Pero no se arredran, sino que deciden ir a evangelizar a los gentiles con gran alegría de ellos. 

Es que el Evangelio no se puede detener: 

“Una gran alegría no se puede guardar para sí, hay que comunicarla”. 

Sacudieron el polvo de los pies y se fueron a evangelizar a otra parte y el fruto de su paso y evangelización era que “los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo”. No fue inútil el paso de aquellos grandes apóstoles de los primeros tiempos del cristianismo. 

Por su parte el Apocalipsis enseña que el pastor está metido entre las ovejas, “el que se sienta en el trono acampará entre ellos. No pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono será su pastor y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas”. 

El Papa Francisco nos invita a acercarnos siempre a Dios que es el Buen Pastor lleno de misericordia: 

“Dios piensa siempre con misericordia… Dios piensa como el pastor que da su vida para defender y salvar a las ovejas”. 

Acerquémonos siempre a Jesús, el Buen Pastor, y nunca nos faltará lo necesario para vivir felices con Él porque Él nos alimenta con su Palabra y con la Eucaristía.

10 de abril de 2013

III domingo de Pascua, Ciclo C

LA EXALTACIÓN DEL RESUCITADO 

A nosotros nos cuesta mucho delegar y sobre todo dejar a otros las cosas y personas que más amamos porque son el fruto de toda una vida. 

Por eso no es fácil entender cómo Jesucristo, el Buen Pastor, ha sido capaz de dejar su Iglesia a unos pescadores. 

Pero así fue, aunque siempre con el respaldo del Espíritu Santo. Éste es el gran secreto. 

Aquel día estaban los apóstoles reunidos y Pedro dijo: me voy a pescar. Ellos dijeron: nosotros también vamos contigo. Era preciso volver al trabajo para ganarse la vida. 

¡En toda la noche no cogieron ni un pejerrey! 

Al amanecer, el Resucitado se presentó en la orilla pero ellos no lo conocieron. Cuando le dijeron que no tenían nada, les aconsejó que echaran la red a la derecha de la barca y la pesca fue muy abundante. 

Jesús tenía preparadas unas brasas en la playa con un pescado puesto encima y pan, pero les pidió que trajeran peces de los que acababan de pescar. 

Pedro solo, “subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes. Ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red”. 

Evidentemente que estamos con números y ambiente simbólicos que se refieren a la Iglesia y al primado de Pedro: 

Los discípulos felices comparten el pan y el pescado con el Resucitado. 

Después Jesús llama aparte a Pedro, para que entienda que ahora va de veras lo que le dijo en Cesarea de Filipo. 

Por tres veces le pregunta si lo ama, como para purificar las negaciones y Jesús deja claro que está en pie la promesa de confiarle su Iglesia como lo había hecho antes de la resurrección. 

Nosotros preguntaríamos enseguida por qué Jesús, sabiendo cómo era, fue capaz de fiarse de Pedro, hasta el punto de confiarle su Iglesia, es decir, la obra que vino a hacer a este mundo y la causa de su encarnación, muerte y resurrección. 

Finalmente Jesús le profetiza a Pedro su futuro, como mártir, por ser fiel al Resucitado y a su Iglesia. El encuentro termina diciéndole: “sígueme”. Pedro siguió a Jesús hasta glorificar al Resucitado con su martirio. 
La primera lectura de hoy nos habla de cómo sufrieron persecuciones los apóstoles por ser fieles a Jesús Resucitado. Los maltrataron y les prohibieron hablar en nombre de Cristo. 

Pedro, en nombre de los otros, respondió: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” y aprovechó para evangelizar ahí mismo a los que los habían detenido, recordándoles cómo Dios resucitó a Jesucristo, a quien ellos mismos habían crucificado. Pedro y los suyos se presentaron como testigos de que Dios lo exaltó. 

Salieron felices por haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús y volvieron a evangelizar, porque por encima de todo, está el mandato de Dios. 

Así han hecho los mártires que está beatificando la Iglesia continuamente. 

Los mataron para que no predicaran y ahora, después de muertos, predican al mundo entero. Los conocían unos pocos y ahora los conoce todo el mundo. 

El Apocalipsis nos enseña que también en la Gloria todos alaban al “Cordero degollado y puesto en pie”, es decir muerto y resucitado: 

“Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondían: ¡Amén!” 

Y tú y yo repetimos en esta Pascua: “Amén”, ¡Alabado seas Jesucristo Resucitado! 

Es la alegría de la resurrección que nos repite el verso aleluyático: “Ha resucitado Cristo que creó todas las cosas y se compadeció del género humano”. 

Por eso mismo hemos repetido también felices: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”. 

Estas palabras proféticas, evidentemente, se refieren al Padre que resucitó a Jesús. 

Y nosotros las repetimos gozosos en nombre del Resucitado. 

Ésta es la alegría pascual: Jesús ha resucitado y vive entre nosotros. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

4 de abril de 2013

II Domingo de Pascua, Ciclo C

LA FE EN LA DIVINA MISERICORDIA 

Desde hace unos años la Iglesia celebra en este domingo al Señor de la Divina Misericordia. 

A ello invita también la oración colecta, es decir la oración más importante del día, que comienza con estas palabras: 

“Dios de misericordia infinita que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno de las fiestas pascuales…” 

Juan Pablo II fue el que de una manera muy especial insistió en este título tan importante que Dios se ha dado a sí mismo, “rico en misericordia”. 

El Papa Francisco nos ha recalcado insistentemente esta verdad de fe, el pasado miércoles: “Dios piensa siempre con misericordia: no olviden esto. Dios piensa siempre con misericordia: ¡Es el Padre misericordioso! Dios piensa como el padre que espera el regreso de su hijo… Dios piensa como el samaritano que no pasa de largo… Dios piensa como el pastor que da su vida para defender y salvar a las ovejas”. 

Reavivemos hoy la fe en la Divina Misericordia de Dios Padre, que nos entregó a su Hijo, para que con su muerte y resurrección salvara el mundo. 

Las lecturas de hoy se centran precisamente en la fe que pedimos a Dios misericordioso en la oración colecta. 

Es el día de Pascua. Los discípulos están escondidos en el cenáculo por miedo a que los judíos los persigan y terminen con ellos como terminaron con su Maestro. En ese clima de miedo y tensión todo estaba cerrado y Jesús penetra en el salón. “Ellos aterrorizados y llenos de miedo creían ver un espíritu”. 

Jesús los saludó con estas palabras: “Paz a vosotros”. 

Al reconocerlo “se llenaron de alegría al ver al Señor”. 

Comienzan entonces los regalos de Jesús resucitado. El primer regalo es hacerlos definitivamente sus misioneros: “Como el Padre me ha enviado así también os envío yo”. Confía su propia misión a los apóstoles. 

Para que tengan la fortaleza y eficacia que necesitan, añade exhalando su aliento sobre ellos: 

“Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. 

Aquel día no estaba Tomás y cuando se lo contaron se hizo el valiente: 

“Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos, si no meto la mano en su costado, no lo creo”. 

Pero Jesús estaba dispuesto a recoger todo su rebaño y vuelve a los ocho días. Repite su saludo deseando la paz, llama a Tomás y le da la respuesta tal como la había pedido: 

“Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente”. 

No sabemos cómo reaccionó Tomás, pero sí conocemos el acto de fe que hizo en aquel momento: 

“Señor mío y Dios mío”. 

Reconoce que tiene delante a Jesús resucitado y que ese Jesús es Dios. 

La verdad es que nosotros necesitábamos las dudas de Tomás, para fortalecer nuestra fe y además necesitábamos su hermoso acto de fe para repetirlo frecuentemente, sobre todo en la santa Misa, después de la consagración. 

Pero lo más consolador de aquel momento, para todos nosotros, son las palabras de Jesús: 

“¿Porque has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. 

Dichosos nosotros que creemos y amamos a Jesús sin haberlo visto. 

La primera lectura de hoy nos advierte cómo llegó a asimilar la fe la primera comunidad cristiana repitiendo los prodigios que había hecho Jesús hasta el punto de que “la gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno”. 

Incluso “mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos del espíritu inmundo, y todos se curaban”. 

Ése era el fruto de la fe profunda que tenían los primeros cristianos. 

Por su parte el Apocalipsis nos presenta a Juan, desterrado en la isla de Patmos por su fe, que se prepara a recibir los mensajes que le va a confiar Jesús, eternamente joven. El Señor comenzó así dando testimonio de su propia resurrección: 

“No temas, yo soy el primero y el último, yo soy el que Vive. Estaba muerto y ya ves, vivo por los siglos”. 

Ante tantos prodigios producidos por el triunfo de Jesús resucitado, no nos queda más que repetir con el salmo responsorial: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. 

Sí. “Que diga la casa de Israel”, que diga la casa de Manuel y Antonia, la casa de Felipe y Juliana… “eterna es su misericordia”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo