29 de agosto de 2012

XXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

MANOS LIMPIAS Y CORAZÓN SUCIO 

Un buen día los fariseos y escribas protestaron ante Jesús porque algunos apóstoles se ponían a comer sin lavarse las manos. 
Por cierto que ellos mismos tenían la costumbre de “no comer sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a las tradiciones de sus mayores y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones de lavar vasos, jarras y ollas”. 
Jesús no entra en discusiones sobre la limpieza de las manos y va a la profundidad de un problema más grave que es lavarse mucho las manos y tener el corazón sucio. 
Por eso advierte, con Isaías, “este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. 
De esta manera Jesús los corregía porque se preocupaban de las tradiciones humanas y descuidaban los mandamientos del Señor. 
Éste es, precisamente, el tema del día de hoy que nos presenta Moisés, de parte de Dios, en el Deuteronomio: “Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando”. 
Y les enseña: Si los cumplen tendrán la felicidad de una vida sana y podrán entrar en la Tierra Prometida. Más aún. El cumplimiento de los mandatos del Señor debe ser “sin añadir nada a lo que os mando ni suprimir nada”. 
Luego les advierte Moisés que, del cumplimiento de los preceptos del Señor, depende también su fama ante los otros pueblos los cuales,al conocer cómo viven, dirán: “cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente”. 

Creo que antes de seguir adelante se puede sacar una conclusión bastante clara, aplicando esto mismo a nuestro mundo que desprecia todos los preceptos del Señor, incluidos los de ley natural. Lo menos que se puede decir es que son poco sabios y poco inteligentes puesto que hacen sus propias leyes dejando de lado los mandatos y decretos del Creador. 
Para Moisés el pueblo de Israel es una nación grande porque tiene a Dios siempre cerca cuando lo invoca y es quien le da sus preceptos. 
El caudillo de Israel concluye: 
“¿Cuál es la gran nación cuyos mandatos y decretos sean tan justos como esta ley que hoy os doy?”. 
Santiago, por su parte, nos escribe a todos: 
“Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos”. 
Escuchar y no practicar nos hace siempre responsables ante Dios. 
Esto mismo nos dirá Jesús en otra oportunidad: 
“No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos”. 
En el salmo responsorial la Iglesia pregunta a Dios “¿quién puede hospedarse en tu tienda?” y responde con un sabio resumen de los mandatos del Señor: 
“El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino… el que así obra, nunca fallará”. 
En la última parte del Evangelio, Jesucristo reprende a escribas y fariseos con estas palabras: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. 
Después, dejando de lado a sus interlocutores, se vuelve a la multitud para explicarles y concretar lo más importante: “escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro (“con esto declara puros todos los alimentos”); lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”. 
La lección de hoy está clara. 
Quien no cumple los mandamientos podrá tener muchas apariencias de limpieza, pero su realidad es todo lo contrario. 
En cambio, quien cumple los mandatos del Señor es feliz y hace felices a los demás.

23 de agosto de 2012

XXI Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

¿A QUIÉN IREMOS? 

La liturgia de este domingo nos invita de distintas maneras a la fidelidad, tan difícil en los tiempos que corren. 
La primera lectura es de Josué y nos presenta a este hombre de confianza de Moisés, que vivió la fidelidad al Señor con su familia hasta el final de la vida. 
En la célebre “Asamblea de Siquén” se nos dice que Josué convocó a los ancianos de Israel y a todos los representantes del pueblo y les hizo manifestar públicamente cuál era su actitud y compromiso con la alianza del Señor que los había sacado de Egipto. 
En efecto, estaban entre pueblos que tenían otros muchos dioses y posiblemente la tentación rondaba. 
Josué, por su parte, tenía clara su fidelidad al Señor y también la de su familia: 
“Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir: a los dioses que sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis; yo y mi casa serviremos al Señor”. 
El pueblo aleccionado por la fidelidad de este gran hombre se comprometió, una vez más, con el Señor: 
“Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros; el Señor es nuestro Dios. Él nos salvó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto; Él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos…también nosotros serviremos al Señor: ¡Es nuestro Dios!”. 
Hermosa profesión de fe que deberíamos repetir nosotros siendo fieles a nuestro bautismo. 
San Pablo, escribiendo a los Efesios, nos habla de otro tipo de fidelidad, la fidelidad matrimonial: “Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano”. 
Luego resalta el amor entre los esposos y con ello el sacramento del matrimonio pidiendo a las mujeres que se sometan al esposo como la Iglesia se somete a Cristo y a los maridos les pide que amen a sus mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella. 
Recordando el matrimonio tal como lo instituyó Dios en el paraíso terrenal, saca esta conclusión: “Éste es un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”. 
No hay duda de que el matrimonio como sacramento es una alianza que fortalece la fidelidad entre los verdaderos creyentes, para vivir unidos entre ellos y con Cristo. 
El Evangelio de hoy está tomado todavía del capítulo seis de San Juan, del mismo modo que ha sucedido en los cuatro domingos anteriores. 
La maravillosa oferta de Cristo que promete vida eterna a quienes comen su Cuerpo y beben su Sangre, termina en discusiones e incluso desprecios y alejamiento. 
Nos imaginamos el murmullo de los fariseos que fue creciendo dentro de la sinagoga de Cafarnaúm. El pueblo repetía cada vez con más fuerza: 
Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. 
Ciertamente que esto debió dolerle mucho a Jesús. Era el mayor regalo que traía para la humanidad y sólo recoge burlas y desprecios. 
Como un último intento para ayudarles a creer, Jesús añade: 
“Esto os hace vacilar. ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada”. 
A pesar de todo muchos discípulos se separaron de Jesús definitivamente. 
Jesús se vuelve a sus apóstoles para pedirles fidelidad. Seguramente que quiso asegurarse de la fe que habían puesto en Él y en su Palabra, y les preguntó: 
“¿También vosotros queréis marcharos?” 
El momento no era nada fácil. En un pueblo pequeño, hasta las cosas más insignificantes resultan grandes y peligrosas. 
Sin embargo, Pedro, en nombre de todos, hizo la gran confesión de fidelidad: 
“Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”. 
El tiempo va pasando. Dios sigue invitando a los hombres para que vivan en fidelidad. 
Hoy también muchos católicos, frente al gran regalo de la Eucaristía, lejos de sentir gratitud, amor y acercarse a Jesucristo, se alejan de Él, atraídos por tantas ofertas falsas de un mundo desquiciado que ofrece mucho y no deja más que vacío. 
Será bueno que nosotros al menos, renovemos hoy nuestra fe en la Eucaristía, agradezcamos el gran regalo de Jesús y lo aprovechemos acogiendo sus palabras y con ellas la vida eterna: 
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”.

16 de agosto de 2012

XX Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

LA COMIDA DE LOS TIEMPOS DIFÍCILES 

“Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos”. 

Son palabras de San Pablo en la liturgia de hoy. 

Si uno estudia la historia de la humanidad, se da cuenta de que los malos momentos se repiten frecuentemente y que después de unos tiempos de euforia, bienestar y riqueza vienen las crisis de todo tipo y no precisamente por la santidad de los hombres. 

Podemos decir que hoy estamos en un momento parecido a ésos por lo que será bueno aprovechar los consejos que nos dan las lecturas del día. 

La primera lectura que es de los Proverbios nos presenta a la Sabiduría, en la cual podemos entender que se habla de la Segunda Persona de la Trinidad. Al encarnarse el Verbo “se ha construido una casa plantando siete columnas”. 

Según enseñan los exegetas, las siete columnas indican que se trata de la construcción de una casa rica y perfecta que tiene un patio interior con esas siete columnas. 

Esta idea nos la da también el número siete que es simbólico e indica perfección. 

Podemos decir que esta Sabiduría, el Verbo encarnado, ha construido esta casa para reunir en ella a todos los que viven en problemas y les dice: “los inexpertos que vengan; quiero hablar a los faltos de juicio: venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis; seguid el camino de la prudencia”. 

Con estas palabras es fácil que la memoria nos traiga el recuerdo de Jesús: “Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré…” 

A esta misma invitación se refiere el Evangelio de hoy, continuación del capítulo seis de San Juan: 

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre”. 

San Pablo, hablando a los Efesios y hablando también a cada uno de nosotros, nos advierte: 

“No estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere. 

No os emborrachéis con vino que lleva al libertinaje, sino dejaos llenar del Espíritu”. 

Y sigue aconsejándonos en estos momentos difíciles que corren, pidiéndonos una vida de unión con Dios y de oración: “recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor”. 

Es bueno resaltar este detalle de “cantar y tocar con toda el alma” y no por rutina o compromiso como sucede con frecuencia. 

San Pablo completa su pedido invitándonos a dar “siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo”. 

También es cierto que hoy, como en la sinagoga de Cafarnaúm, la gente sigue discutiendo: 

“¿Cómo puede éste darnos de comer su carne?” 

Es evidente que se trata de algo incomprensible. Pero tenemos por un lado la Palabra de Dios bien clara y por otro el poder infinito que Él tiene. Esto nos permite creer. 

Jesús en la sinagoga les da esta respuesta: 

“Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros… 

Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. 

La Iglesia nos enseña que la presencia de Jesús es real y sustancial. 

Esto no significa que comemos físicamente el Cuerpo de Cristo y lo masticamos. Eso no tendría sentido. 

Lo que se nos dice es que se trata de una presencia sustancial o metafísica. 

Jesús está con su cuerpo, sangre, alma y divinidad porque es Dios y puede hacer el milagro de estar en muchos sitios a la vez. 

Por otra parte su presencia sustancial o metafísica puede ocultarse en cantidades mínimas de pan o de vino. 

Podríamos decir, por tanto, que la gran lección de este domingo es importante ya que nos da una respuesta muy concreta para los tiempos difíciles que corren. 

Resumiendo todo esto queda claro que,si queremos triunfar en la vida debemos cobijarnos en la casa de la Sabiduría divina, vivir los compromisos de fe y oración que se nos piden y sobre todo comer el alimento más sano y eficaz que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. 

Terminemos, pues, diciendo con el salmo responsorial de hoy, que es el mismo del domingo anterior, porque se trata del mismo Evangelio: 

“Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”.

9 de agosto de 2012

XIX Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

LEVÁNTATE Y COME

Me encanta el profeta Elías.
Valiente, generoso y al servicio de Dios en medio de un pueblo infiel y descreído.
Algo así como tienen que vivir muchos católicos hoy.
Además, en el caso de Elías, se daba el agravante de que Jezabel, la reina perversa, lo perseguía a muerte.
Pues este hombre, amigo de Dios lo llama la Biblia, un buen día se aburrió de todo y se fue caminos de desierto.
Solo y sin compañía de ninguna clase, ni su criado.
Se iba en busca de Dios, imitando a Moisés, para conocer su voluntad en el monte de la contemplación, el Horeb (Sinaí).
Después de un día de soledad y tristeza abrió su corazón a Dios:
- “Basta, Señor, quítame la vida que yo no valgo más que mis padres.
Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo:
- ¡Levántate y come!
Miró Elías y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo:
- ¡Levántate y come!, que el camino es superior a tus fuerzas.
Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios Horeb”.
Es claro que ese rico pan y agua fresca es símbolo de la Eucaristía de la que hoy nos sigue hablando el capítulo seis de San Juan. En ella tomamos las fuerzas necesarias para caminar del tiempo a la eternidad:
- “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Ese es el gran regalo de Jesús. Él mismo se nos da en comida.
San Pablo nos enseña hoy cuáles son las disposiciones que debemos tener para vivir como hijos de Dios.
Esto vale, sin duda, de manera especial cuando deseamos recibir la Eucaristía:
“No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que Él os ha marcado para el día de la liberación final”.
Es de advertir que el Espíritu Santo nunca puede estar triste, pero nosotros sentimos pena al ofender a quien nos cuida con tanto amor y esta es la tristeza que proyectamos sobre Él, hablando a lo humano.
San Pablo continúa:
“Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.
La amargura nos daña. No olvidemos que la tristeza es una de las peores tentaciones que nos pone el diablo para dejarnos inactivos.
Por su parte, San Pablo termina hoy con estas palabras:
“Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor”.
Imitar a Dios es verdaderamente la perfección, es precisamente al camino que enseñó Jesús cuando decía de sí mismo (que es verdadero Dios) “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
Esta es la invitación: comulgar, sí, pero debidamente preparados.
Todo esto nos lleva a meditar hoy con gratitud el salmo responsorial:
“Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”.
La mejor forma de “gustar” a Dios es comerlo en la Eucaristía, según la invitación del mismo Jesús en el Evangelio que acabamos de meditar y que recoge el versículo del aleluya:
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”.
Amigo, no seas perezoso ni ingrato, ante el gran regalo de Jesús en la Eucaristía, sobre todo los domingos:
“¡Levántate y come!”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

2 de agosto de 2012

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

AMOR INTERESADO

Cuando uno lee el Antiguo Testamento percibe la sensación de que el pueblo de Israel era exigente y muy interesado. Se atrevían a chantajear al pobre Moisés e incluso a Dios.

Aparece como un pueblo engreído que exige cada vez más.Algo así como las crías de mis periquitos australianos que no se cansan de pedir comida a su madre ya agotada.

Hoy nos cuenta el Éxodo una de esas protestas.

Aquello no era diálogo. Eran gritos desesperados:

- “Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos.

Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta comunidad”.

Dios es comprensivo y dice a Moisés:

“Yo haré llover pan del cielo”.

Y les dio el maná que “encierra en sí todo deleite” (nosotros referimos estas palabras a la Eucaristía).

En efecto, según la tradición judía el maná le sabía a cada uno según lo que deseaba comer.

Pero el regalo de Dios es más generoso aún:

“Por la tarde, una banda de codornices cubrió todo el campamento; por la mañana, había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, parecido a la escarcha. Al verlo los israelitas se dijeron:

¿Qué es esto?

Moisés les dijo:

- “Es el pan que el Señor os da de comer”.

Esto fue la admiración de Israel por generaciones tal como lo expresa el salmo responsorial:

“El Señor les dio un trigo celeste… y el hombre comió pan de ángeles”.

El Evangelio nos habla hoy del regalo de Jesús: el alimento que perdura para la vida eterna.

San Juan, en efecto, nos recuerda cómo al ver el milagro de la multiplicación de los panes la gente sigue a Jesús.

El Señor se da cuenta de que aquello es amor interesado y les dice:

- “Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”.

Sin embargo, en su bondad, aprovecha para lo que hoy diríamos catequizarlos y prepararlos a recibir un alimento superior “que no perece”.

Entonces comienza un interrogatorio que da la impresión de que los judíos ya olvidaron el milagro del pan abundante.

“¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? Respondió Jesús. La obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que ha enviado”.

Esto es lo que el Papa Benedicto XVI nos pide, desde ahora, como una meta para el Año de la Fe que comienza el próximo día once de octubre:

Reavivar la fe en Jesucristo.

Entonces los judíos piden a Jesús un signo, haciendo alusión al maná que comieron sus padres en el desierto.

Jesús les ofrece un pan mejor. El que el “Padre les da ahora, como verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”.

Aunque no entienden, le piden:

- “Danos siempre de este pan”.

Es entonces cuando Jesús les hace el descubrimiento inesperado de algo que Él llevaba en su corazón como el don más grande de su amor a la Iglesia, su Esposa:

- “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí nunca pasará sed”.

Para aprovechar este Pan, San Pablo nos pide hoy una conversión auténtica.

Nos invita a “abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos seductores, a renovaros en la mente y en el espíritu y a revestiros de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”.

Esta es la mejor forma de aprovechar el regalo de Jesús del que San Juan nos seguirá hablando los próximos domingos.