Viernes Santo
Seguimos el relato de la Pasión de Jesús que nos está haciendo San Juan evangelista, con imaginación y fondo bíblico:
Queridos amigos,
les cuento que yo me acomodé en la casa de Caifás donde podía oír bien lo que
pasaba en la reunión del Sanedrín, porque a mí todos me conocían en la casa del
pontífice.
Pedro quedó fuera y
se calentaba con la gente en torno a un fogón porque hacía frío.
Oí el juicio que
hicieron a Jesús y, cuando el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, gritando: «Ha blasfemado, reo es de muerte», yo
sentí que a mí se me rasgó el corazón. Pero no podía hacer nada.
Estaban todos
furiosos.
Luego lo condujeron
a Pilato pidiendo que también el poder civil lo condenara. Pilato no era malo,
pero sí muy débil y ante todo tenía ojo político. Por eso hizo el teatro de
lavarse las manos mientras condenaba al inocente: «Irás a la cruz».
Yo en aquel momento
salí a buscar a María, la Madre de Jesús, y los dos nos acompañamos hasta el Calvario.
Ella iba con entereza, pero muy dolida en su corazón.
Llegados a la
cumbre, vimos cómo desnudaron al Señor, le clavaron en la cruz y, ¡qué
valiente!, mientras lo clavaban decía a Dios:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
Luego fijaron la
cruz en el piso y nosotros nos acercamos hasta ponernos debajo de la cruz.
En un momento Jesús
dijo a su Madre:
«Mujer: ahí tienes a tu hijo». Y a mí: «Ahí tienes a tu Madre».
Los dos acogimos el
mensaje con gran dolor, pero no pudimos abrazarnos porque el sufrimiento era
más grande que el regalo del Señor.
Cuando le clavaron
la lanza en el costado, me cayeron algunas gotas de sangre en la cabeza. No
puedo describir lo que sentí, pero fue una mezcla de dolor y gozo redentor.
Poco más tarde
llegaron unos amigos de Jesús que eran fariseos importantes, pero por prudencia
habían ocultado su fe en el Señor. Lo descendieron de la cruz, lo enterraron.
Yo también ayudé.
Su Madre lo
estrechó unos momentos entre sus brazos, y en seguida se lo quitaron porque no
había tiempo ya que se nos venía encima el descanso sabático.
El sepulcro era de
uno de los fariseos y se lo prestó con mucho gusto porque estaba cerca del
Calvario.
Rodaron una gran piedra sobre la puerta y nos fuimos. Yo dejé a María en su casa y me fui con Pedro que no cesaba de llorar porque había negado al Maestro.
Amigos todos, los
invito a aprovechar la liturgia de la Iglesia que, entra en este viernes
sabático, en un silencio profundo adorando al Maestro muerto y enterrado, y
contemplando el dolor y soledad de la Madre de Jesús que pasó el día en espera.
+ José Ignacio Alemany Grau, obispo