Jueves Santo
Tenemos tres momentos especiales:
- El primero es la misa crismal.
Cada Jueves Santo,
en la mañana, los obispos del mundo entero celebran con sus sacerdotes la misa
crismal. A veces por eficacia pastoral se cambia la misa crismal a otro día.
En ella el obispo
consagra los óleos que durante todo el año los sacerdotes utilizarán como un
signo de unidad con su obispo:
+ El óleo de los
enfermos para atender a estos y darles la unción sacramental.
+ El óleo de los
catecúmenos para ungir antes del bautismo a los que van a recibir este
sacramento.
+ El crisma que es
un aceite especial mezclado con colonia y que sirve para la consagración de
sacerdotes y obispos. También se unge con el crisma a los recién bautizados.
En este día los
sacerdotes renuevan las promesas sacerdotales ante su obispo.
Para este momento
le pedimos al evangelista San Juan que nos acompañe y explique sus profundos
sentimientos:
No sabíamos dónde
iba a ser la reunión para la cena pascual. El Maestro actuaba con misterio.
Fueron dos a preparar. Celebramos todo en el cenáculo de la casa de un amigo.
Tampoco sabíamos por qué adelantó la pascua y no la celebramos el viernes sino
el jueves.
Nos reunimos en el
cenáculo. Era un salón grande. Estábamos los doce, también algunas mujeres,
entre ellas la Madre del Señor.
Empezó la cena.
Había tensión. Jesús nos decía que tenía un gran deseo de celebrar la pascua
con nosotros. Hubo momentos difíciles, sobre todo porque nos dijo que uno de
nosotros lo iba a entregar.
Todos preguntamos.
Él dijo claramente a Judas que era él. Este salió pronto, sin cenar.
También Pedro lo
pasó mal, porque cuando Jesús dijo que todos nos íbamos a escandalizar
dejándolo solo, Pedro afirmó y repitió que él daría su vida por Jesús.
Al fin nos
serenamos todos. Hubo paz. Jesús aprovechó para darnos un trozo de pan especial
a cada uno, diciendo:
«Esto es mi cuerpo…».
Luego tomó la
cuarta copa y nos la fue dando mientras decía:
«Esta es mi sangre de la nueva y eterna alianza».
Yo no sé lo que
pasó. Aquel vino de siempre me pareció muy especial y me hizo entrar dentro de
mí. Sentí como si en aquel momento Jesús me amara desde dentro, de una manera única.
Según bebíamos quedábamos
todos en silencio. Al final Jesús nos sacó de dentro al decirnos:
«Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros como yo los he
amado».
A continuación,
Jesús hizo una preciosa oración al Padre como preparándose a la pasión que se
acercaba.
En realidad,
teníamos la costumbre de ir al Huerto de Getsemaní para hacer oración en la
noche.
Íbamos en silencio
como midiendo los pasos a la luz de la luna.
Algo muy pesado
había caído sobre cada uno de nosotros.
Jesús dejó en la entrada
del huerto a ocho discípulos y entró con Pedro, Santiago y conmigo un poco más
adentro, entre los olivos del huerto. Y él se adelantó un tanto y se tiró al
suelo sobre una roca.
Se le notaba la
angustia que soportaba y que, como vimos después, le hizo sudar sangre.
Nosotros tres nos
dormimos pronto porque estábamos cansados y agobiados por los distintos sentimientos
del día.
Yo entre sueños le
oía decir al Señor:
«Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi
voluntad sino la tuya».
Entre sueños le oía
repetir:
«Que se haga tu voluntad».
Vino a nosotros y
con dulzura nos corrigió:
«¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación».
Todavía estaba
hablando cuando apareció Judas con una turba armada con espadas y palos.
Hubo un diálogo
duro y, al mismo tiempo, cariñoso por parte de Jesús:
«Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Apresaron al Señor y todos los discípulos huyeron. A una distancia regular lo seguimos Pedro y yo hasta la casa de Caifás.