FRUCTIFICAR EN EL AMOR
Hoy
la liturgia continúa presentando la historia de la Iglesia primitiva, narrada
por Lucas en los Hechos de los apóstoles.
Comienza presentándonos a Pablo llegando a
Jerusalén y siendo un fuerte signo de contradicción.
Debió
ser muy doloroso para él el ver cómo, por una parte sus hermanos judíos lo
odiaban hasta buscar cómo darle muerte, y por otra parte la desconfianza de los
discípulos de Jesús que recordaban las persecuciones del pasado.
El
testimonio de Pablo que cuenta su propia conversión, su encuentro con Jesús y
su predicación valiente en Damasco, hablando públicamente del nombre de Jesús a
quien había perseguido, les hizo comprender la sinceridad de su conversión.
Durante
un tiempo Pablo predica libremente en Jerusalén y discute con los judíos de
lengua griega “que se propusieron
suprimirlo”. Entonces los cristianos, para salvarle la vida, lo llevaron a
Tarso.
San
Lucas termina este párrafo de los Hechos diciéndonos cómo la Iglesia gozaba de
paz en Judea, Galilea y Samaría.
Lo
hermoso de aquella comunidad era la fidelidad al Señor y el fruto de esa
fidelidad era multiplicarse debido a la presencia del Espíritu Santo.
La
Iglesia es la misma hoy y ayer. La historia se repite con el paso de las personas.
Tiene sabiduría el refrán que dice que “nadie escarmienta en cabeza ajena”.
Lo
vemos en nuestro tiempo. Basta examinar el cambio que ha habido en la humanidad
y en el Perú, en los últimos cincuenta o sesenta años. La mayoría ya no sabe
nada del terrorismo y de la hambruna de los años noventa.
Lo
que necesitamos todos, especialmente dentro de la Iglesia de Jesús, es la
fidelidad y confiar tanto en el amor de Dios como en el de los hermanos.
El salmo responsorial nos invita a alabar a
Dios:
“El Señor es mi alabanza en la gran
asamblea”.
A
continuación nos habla de la fidelidad, tanto la nuestra para con Dios, como la
de Él para con nosotros:
“Cumpliré mis votos delante
de sus fieles. Volverán al Señor hasta de los confines del orbe…
Me hará vivir para Él. Mi
descendencia le servirá. Contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo
lo que hizo el Señor”.
La carta de San Juan nos hace ver cómo la
primera comunidad amaba de verdad al Señor.
De
todas maneras San Juan, ya anciano, tenía la experiencia de cómo los años se
llevan mucho de nuestras promesas y fidelidad.
Por
eso nos invita a todos a permanecer en el amor verdadero, que no consiste “en amar de palabra y de boca, sino de
verdad y con obras”.
El
santo apóstol nos recuerda el mandamiento de siempre y que él repite
continuamente, el amor:
“Este es su mandamiento: que
creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros como
Él nos mandó.
El que guarda sus
mandamientos permanece en Dios y Dios en él”.
Para
conocer si realmente estamos o no en el amor tenemos al Espíritu Santo con
nosotros.
Versículo aleluyático.
La carta de Juan que acabamos de leer, terminaba:
“quien guarda sus mandamientos permanece
en Dios”. Y a continuación, decía: “en
esto reconocemos que permanece en nosotros…”
Ahora
el verso aleluyático nos repite el mismo verbo:
“Permaneced en mí y yo en vosotros. El que permanece en mí da
fruto abundante”.
En
el Evangelio leeremos también siete veces, en este pequeño párrafo, el mismo
verbo permanecer.
(Te
invito a meditar el gozo del verbo permanecer: nosotros en Dios y Dios en
nosotros).
El Evangelio nos presenta la hermosa
alegoría (parábola continuada) sobre la vid y los sarmientos, es decir, el
árbol y las ramas.
Jesús
explica y aplica:
“Yo soy la vid… el Padre es el
agricultor”. Y podríamos
completar diciendo: el Espíritu Santo es la savia.
Así
entendemos el amoroso papel del Espíritu Santo en la Trinidad y en la Iglesia.
El
papel del Padre es: si das fruto te poda para que puedas dar más fruto todavía.
Si no lo das, porque no quieres permanecer unido a Cristo, te arranca y termina
echándote al fuego como hacen los campesinos.
Como
decíamos antes el verbo permanecer que se repite, nos habla de la unión con
Cristo por la fe y por el amor.
Sin
Cristo no podemos hacer nada. Con Jesús la fecundidad está garantizada.
Todos
necesitamos hacer fecunda nuestra vida. Cuando tenemos fe, entendemos que la
verdadera fecundidad, la que permanece para siempre, consiste en permanecer en
Jesús y con Él.
No
es tanto la preparación (aunque hace falta), ni los estudios (que son buenos).
Lo más importante es permanecer en la fe, el amor y la fidelidad de Jesucristo.
Otro
detalle que debemos tener presente es cómo purifica la Palabra de Dios:
“Vosotros ya estáis limpios
por la palabra que os he hablado”.
Para
Jesús lo importante es la gloria de su Padre y por eso nos dice también al
final de esta hermosa alegoría:
“Con esto recibe gloria mi
Padre, con que deis fruto abundante y así seréis discípulos míos”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo