6 de diciembre de 2013

II Domingo de Adviento, Ciclo A

MARÍA INMACULADA
Inmaculada Concepción significa que cuando los llamados por la Tradición, san Joaquín y santa Ana concibieron a María, en ese momento, Dios intervino para que no entrara en Ella el pecado original.

Durante muchos siglos el pueblo de Dios defendió esta verdad de fe. Incluso con oraciones, escritos y también auto-sacramentales, que son una forma de representación teatral.

En 1854 el beato Papa Pío IX declaró que la doctrina que sostiene la Inmaculada Concepción de María es dogma de fe y por tanto todos deben creerla.

Poco después, en 1858, la misma Virgen María, en una aparición milagrosa a santa Bernardita, confirmó esta verdad de fe presentándose a la pequeña con estas palabras: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

Nos alegramos por Jesús porque María es su Madre Purísima y Dios quiso prepararla con especiales privilegios para que lo acogiera a Él en su seno virgen.

Nos alegramos y agradecemos también por nosotros mismos porque Ella es nuestra Madre y nos hace felices tener una Madre tan linda.

En este domingo deberíamos celebrar la Misa del domingo segundo de Adviento que en la liturgia es “intocable”. Pero la Santa Sede ha permitido celebrar la Inmaculada por ser una fiesta mariana muy importante y además celebramos en este día miles de primeras comuniones.

Sin embargo, por disposición del mismo decreto, la segunda lectura del día será la de Adviento como comentaremos más adelante.

Meditemos las lecturas, empezando por el prefacio que explica y justifica este privilegio de la Inmaculada Concepción:

“Porque preservaste a la Virgen María de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia, fuese digna Madre de tu Hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura. Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad”.

La primera lectura nos lleva al Paraíso terrenal. Adán y Eva se esconden porque llega Dios a visitarlos, como de costumbre, y se sienten desnudos y pecadores. 

Dios le pregunta a Adán por qué se esconden. Él le echa la culpa a Eva y Eva culpa a la serpiente.

Es ésta una de las debilidades que hemos heredado de ellos: siempre nos excusamos.

El Dios de la misericordia, como es también justo, tiene que castigar y lo hace según había prometido. El castigo representa la expulsión del paraíso, la muerte, engendrar los hijos con dolor y el trabajo costoso de sacar el pan de la tierra con el sudor de la frente.

Pero como Dios es misericordioso nos ofrece el “protoevangelio”; es decir, el primer anuncio de esperanza de salvación para los hombres:

Dios dice a la serpiente: “Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya. Ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón”:

Una mujer con su descendencia (el Redentor) pisoteará el orgullo de la serpiente.

Esa mujer es María y hoy nos la presenta san Lucas como una joven maravillosa que acepta cumplir, con la humildad de una sierva, la Palabra del Señor.

Ella virginalmente concebirá y dará a luz un hijo que se llamará Jesús porque salvará al pueblo de Dios.

Esto se realizará sin intervención de varón (milagro de Dios), sólo por obra del Espíritu Santo “que vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”.

Al sentirse elevada a lo más alto que puede llegar una criatura, María se humilla: “aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra”.

De esta manera, la que fue Inmaculada en su Concepción, permanece Purísima y Santa después de concebir al Verbo de Dios y darle un cuerpo como hace toda mujer con su hijo.

Por eso, con el versículo aleluyático, alabamos a María con las mismas palabras del ángel:

“Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú eres entre las mujeres”.

En la segunda lectura de Pablo a los Romanos (que corresponde al segundo domingo de Adviento) el Apóstol pide para nosotros “que Dios nos conceda tener entre vosotros los mismos sentimientos según Cristo Jesús”.

Estos sentimientos los podemos reducir a dos clases: alabar unánimes a Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo y acogernos unos a otros como Jesús nos acogió para gloria de Dios, tanto a los judíos como a los gentiles.

Esto significa que nos abramos al amor y alabanza de Dios “para que unánimes, a una voz, alabéis a Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”. 

Y, por otra parte “acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor”… para acoger y unir tanto a los judíos como a los gentiles “para que todos alaben a Dios por su misericordia”.

Terminemos glorificando al Señor por las maravillas de la Inmaculada Concepción de María, repitiendo con el salmo responsorial:

“Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo