EL CIEGO QUE NOS ENSEÑA A VER
Hoy
el profeta Jeremías, en la primera lectura, nos habla de la “restauración” que
es fruto del amor de Dios: Israel vuelve del destierro.
El Señor le hace ver que todo es efecto del
amor de un Dios que es fiel.
Precisamente en unos versículos anteriores
a la lectura de hoy, Jeremías nos recuerda estas palabras maravillosas de Dios:
“con amor eterno te amé”.
Este amor es el motivo por el que Dios
prolonga su misericordia sobre Israel, lo devolverá a su tierra y lo reconstruirá.
El párrafo de hoy celebra este regreso del
que será llamado “el resto de Israel”.
Es el mismo Dios quien invita a decir:
“Gritad de alegría
por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos, proclamad, alabad y decid:
el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”.
Con estas palabras “el resto de Israel” entendemos al grupo que regresó del país del
norte, Babilonia. Otros muchos murieron allí o prefirieron quedarse en
Babilonia después de tantos años.
Nuestro párrafo dice que “vienen entre ellos ciegos y cojos”
indicando así el sufrimiento padecido en el destierro, y añade que también
vienen “preñadas y paridas” indicando
el futuro de prosperidad.
Y admiramos una vez más la bondad del Dios
del Antiguo Testamento, que es el mismo de siempre y del cual San Juan dirá que
“Dios es amor”:
“Seré un padre para
Israel, Efraín será mi primogénito”.
El
salmo responsorial 125 es una invitación a la alegría recordando la vuelta a la
patria: “el Señor cambió la suerte de
Sión: el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Por una parte nos describe la admiración de
los gentiles que veían el cambio de los antiguos deportados quienes volvían
felices a su patria para reconstruir su templo, gracias al decreto de Ciro (538
a.C.) Los gentiles decían:
“El Señor ha estado
grande con ellos”.
También nos describe, en el último
versículo, los sentimientos del pequeño resto:
“Al ir iba llorando
llevando la semilla y al volver vuelve cantando trayendo sus gavillas”, posiblemente al hablar de las
gavillas se refiere a las primicias de las cosechas que llevaban al templo.
La
carta a los Hebreos nos recuerda el papel de los sacerdotes del Antiguo
Testamento que: “tienen que ofrecer
sacrificios por sus propios pecados como por los del pueblo”.
Este servicio sacerdotal de intercesión se
recibe por un llamado especial de Dios.
De Cristo mismo nos dice el autor de la
carta que “tampoco se confirió a sí mismo
la dignidad de sumo sacerdote, sino que (se la dio) aquel que le dijo: tú eres
mi hijo: yo te he engendrado hoy… tú eres sacerdote eterno”.
San
Marcos nos cuenta hoy el bellísimo ejemplo que nos da el ciego de Jericó.
Recordemos que Jesús iba subiendo a
Jerusalén, donde iba a ser sacrificado.
Llegó a Jericó.
Jericó es la ciudad más antigua del mundo
que ostenta unos 10,000 años de antigüedad y al mismo tiempo la ciudad más
profunda del planeta ubicada a 240 metros bajo el nivel del mar.
Esta ciudad era la última etapa del viaje
de Jesús con los discípulos hacia el calvario.
Al pasar por Jericó se encontró con un
nuevo discípulo que lo seguirá por el camino. Es el hombre ciego, Bartimeo, que
recuperará la vista y con ella recibirá la fe y caminará definitivamente con
Jesús.
Recordemos la escena:
Sentado en el camino, se enteró de que
Jesús iba en medio del gentío y comenzó a gritar:
“¡Jesús, hijo de
David, ten compasión de mí!”
“Muchos lo regañaban
para que se callara. Pero él gritaba más: ¡hijo de David, ten compasión de mí!”
Jesús se detiene y pide que lo llamen.
Ahora sí, la gente cambia de opinión y le dice:
“¡Ánimo que te
llama!”
Bartimeo tira el manto, da un salto y se
acerca a Jesús.
El Señor le hace una pregunta:
“¿Qué quieres que
haga por ti?”
Jesús lo sabía de sobra pero quería que le manifestara
su necesidad (así hace también con nosotros).
“Maestro mío, que
pueda ver”.
Jesús le dice: “anda, tu fe te ha curado”.
Y por cierto que este hombre tenía mucha
fe.
Y a partir de ese momento siguió a Jesús
por el camino, como decíamos al principio, como un discípulo más. Y acompañó a
Jesús en la subida a Jerusalén y sería uno de los que gritaban más fuerte
“¡Hossana al Hijo de David!”
También a nosotros Jesús nos invita a
seguirlo. Ojalá sepamos, como Bartimeo, tirar lejos el manto y todo lo que nos
impide caminar para seguir de verdad a Jesús.
Como hemos podido ver el mensaje de hoy
está preñado de alegría por el regreso del pequeño resto a Jerusalén, por la
alegría de saber que tenemos un Sumo sacerdote que se sacrificó por nosotros y
por el poder de Jesús que llena de alegría a Bartimeo al devolverle la vista.
Nosotros
también, llenos de alegría, recordemos el versículo aleluyático porque “nuestro Salvador Jesucristo, destruyó la
muerte y sacó a la luz la vida por medio del Evangelio”.
Y como Bartimeo gritemos llenos de
confianza: “¡Hijo de David, Jesús, ten
piedad de mí!”
José Ignacio Alemany Grau, obispo