ASÍ DISCURREN LAS MADRES
Hoy nos cuenta san Mateo una escena simpática.
Se trata de una mujer que, al no ser israelita, no tiene derecho a que Jesús le haga ningún milagro.
Pues bien, esta mujer cananea sorprende a Jesús, dice san Mateo, “saliendo de uno de aquellos lugares. Y comenzó a gritar”.
Advierte que gritó desde el principio para sorprenderle con sus gritos desgarradores de madre.
En efecto, empieza pidiendo compasión para ella misma y lo refuerza todo empleando grandes títulos, posiblemente los más grandes que conocía, para llamar la atención de Jesús.
¿Qué le pasa a aquella mujer que grita “ten compasión de mí, Señor, hijo de David”?
Lo que da motivo para sus gritos no le pasa a ella sino a su hija. Pero así son las madres:
“Mi hija tiene un demonio muy malo”.
El trato que le da Jesús, para probar su fe, resulta un tanto extraño.
San Agustín nos explicará que mientras Jesús le probaba su fe, al mismo tiempo iluminaba su corazón con la fe.
¡Son juegos de la gracia que la liturgia conoce muy bien y por eso con frecuencia nos repite que Dios nos da lo que luego nos va a pedir.
La escena se hace más interesante cuando dice san Mateo que la mujer seguía gritando y los apóstoles se iban poniendo nerviosos:
“Atiéndela que viene detrás gritando”.
No sé si sería muy frecuente, pero llama la atención que los apóstoles, sin ningún preámbulo ni título para con Jesús le “mandan” que la atienda.
Jesús, en voz alta, sin duda para que lo oyese, contestó a los apóstoles:
“Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”.
La mujer lejos de amilanarse, corrió para ponerse delante de Jesús, se postró ante Él y le pidió:
“¡Señor, socórreme!”
Jesús prueba más su fe y responde con palabras que desanimarían a cualquiera:
“No está bien echar a los perros el pan de los hijos”.
Sabemos que los judíos llamaban perros a los gentiles, es decir a los que no eran de los suyos.
Y ahí aparece la grandeza de esta madre dispuesta a conseguir como sea la curación de su hija:
“Tienes razón, Señor, pero los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Podemos imaginarnos la actitud de los apóstoles al oír tales palabras, pero veamos cómo Jesús después de probar la fe a la cananea, le hace el gran regalo:
“Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
“En aquel momento quedó curada su hija”.
Cuántas lecciones para los apóstoles, y para nosotros, en este relato evangélico.
El verso aleluyático nos explica que las curaciones que Jesús hacía eran para “proclamar el Evangelio del Reino curando las dolencias del pueblo”.
Sería bueno que en este momento pensáramos qué tipo de confianza tenemos en Dios.
¿Hubieras sido capaz de aguantar el trato que Jesús dio a la mujer?
¿Cuántas veces te has quejado de que Dios no te escucha?
¿Has pensado que lo que quiere Jesús es fortalecer tu fe en esos momentos?
Por su parte, san Pablo insiste en el tema del domingo pasado cuando estaba dispuesto a ser condenado si esto pudiera salvar a los de su raza, a los judíos.
Continuando el mismo tema Pablo nos advierte que hay todo un misterio debajo de esta situación:
Al rechazar los judíos a Jesús, los apóstoles evangelizan a los paganos con lo cual podemos decir que los de su raza “¡se la perdieron!”
Y así, los paganos que eran rebeldes a Dios, al rebelarse los judíos consiguieron la misericordia de Dios y su gracia.
Pablo saca su propia conclusión:
De la misma manera que un día los judíos rebeldes perdieron a Jesús, ahora por la misericordia que han obtenido los paganos, alcanzarán también los judíos la misericordia y se salvarán.
El parrafito termina con una idea que Pablo llevaba muy metida en su alma:
“Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos”. Es decir:
Para poder salvarnos a todos, Dios nos consideró a todos pecadores.
El salmo responsorial es una bellísima comparación: “El Señor ilumine su rostro sobre nosotros”.
Esta imagen recuerda la sonrisa del papá o la mamá sobre el hijito en la cuna y por tanto quiere pedir una mirada de ternura paternal para cada uno de nosotros:
“El Señor tenga piedad y nos bendiga… que canten de alegría las naciones porque riges el mundo con justicia”. Y terminamos con la alabanza de todos:
“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.
Para pedir finalmente que “Dios nos bendiga y que le teman hasta los confines del orbe”.
Te invito a leer a Isaías. Saca tus conclusiones recordando que Jesús es “Señor del sábado”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo