¿A QUIÉN IREMOS?
La liturgia de este domingo nos invita de distintas maneras a la fidelidad, tan difícil en los tiempos que corren.
La primera lectura es de Josué y nos presenta a este hombre de confianza de Moisés, que vivió la fidelidad al Señor con su familia hasta el final de la vida.
En la célebre “Asamblea de Siquén” se nos dice que Josué convocó a los ancianos de Israel y a todos los representantes del pueblo y les hizo manifestar públicamente cuál era su actitud y compromiso con la alianza del Señor que los había sacado de Egipto.
En efecto, estaban entre pueblos que tenían otros muchos dioses y posiblemente la tentación rondaba.
Josué, por su parte, tenía clara su fidelidad al Señor y también la de su familia:
“Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir: a los dioses que sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis; yo y mi casa serviremos al Señor”.
El pueblo aleccionado por la fidelidad de este gran hombre se comprometió, una vez más, con el Señor:
“Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros; el Señor es nuestro Dios. Él nos salvó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto; Él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos…también nosotros serviremos al Señor: ¡Es nuestro Dios!”.
Hermosa profesión de fe que deberíamos repetir nosotros siendo fieles a nuestro bautismo.
San Pablo, escribiendo a los Efesios, nos habla de otro tipo de fidelidad, la fidelidad matrimonial: “Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano”.
Luego resalta el amor entre los esposos y con ello el sacramento del matrimonio pidiendo a las mujeres que se sometan al esposo como la Iglesia se somete a Cristo y a los maridos les pide que amen a sus mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella.
Recordando el matrimonio tal como lo instituyó Dios en el paraíso terrenal, saca esta conclusión: “Éste es un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”.
No hay duda de que el matrimonio como sacramento es una alianza que fortalece la fidelidad entre los verdaderos creyentes, para vivir unidos entre ellos y con Cristo.
El Evangelio de hoy está tomado todavía del capítulo seis de San Juan, del mismo modo que ha sucedido en los cuatro domingos anteriores.
La maravillosa oferta de Cristo que promete vida eterna a quienes comen su Cuerpo y beben su Sangre, termina en discusiones e incluso desprecios y alejamiento.
Nos imaginamos el murmullo de los fariseos que fue creciendo dentro de la sinagoga de Cafarnaúm. El pueblo repetía cada vez con más fuerza:
Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”.
Ciertamente que esto debió dolerle mucho a Jesús. Era el mayor regalo que traía para la humanidad y sólo recoge burlas y desprecios.
Como un último intento para ayudarles a creer, Jesús añade:
“Esto os hace vacilar. ¿Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada”.
A pesar de todo muchos discípulos se separaron de Jesús definitivamente.
Jesús se vuelve a sus apóstoles para pedirles fidelidad. Seguramente que quiso asegurarse de la fe que habían puesto en Él y en su Palabra, y les preguntó:
“¿También vosotros queréis marcharos?”
El momento no era nada fácil. En un pueblo pequeño, hasta las cosas más insignificantes resultan grandes y peligrosas.
Sin embargo, Pedro, en nombre de todos, hizo la gran confesión de fidelidad:
“Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
El tiempo va pasando. Dios sigue invitando a los hombres para que vivan en fidelidad.
Hoy también muchos católicos, frente al gran regalo de la Eucaristía, lejos de sentir gratitud, amor y acercarse a Jesucristo, se alejan de Él, atraídos por tantas ofertas falsas de un mundo desquiciado que ofrece mucho y no deja más que vacío.
Será bueno que nosotros al menos, renovemos hoy nuestra fe en la Eucaristía, agradezcamos el gran regalo de Jesús y lo aprovechemos acogiendo sus palabras y con ellas la vida eterna:
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”.