Cuando uno lee el Antiguo Testamento percibe la sensación de que el pueblo de Israel era exigente y muy interesado. Se atrevían a chantajear al pobre Moisés e incluso a Dios.
Aparece como un pueblo engreído que exige cada vez más.Algo así como las crías de mis periquitos australianos que no se cansan de pedir comida a su madre ya agotada.
Hoy nos cuenta el Éxodo una de esas protestas.
Aquello no era diálogo. Eran gritos desesperados:
- “Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos.
Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta comunidad”.
Dios es comprensivo y dice a Moisés:
“Yo haré llover pan del cielo”.
Y les dio el maná que “encierra en sí todo deleite” (nosotros referimos estas palabras a la Eucaristía).
En efecto, según la tradición judía el maná le sabía a cada uno según lo que deseaba comer.
Pero el regalo de Dios es más generoso aún:
“Por la tarde, una banda de codornices cubrió todo el campamento; por la mañana, había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, parecido a la escarcha. Al verlo los israelitas se dijeron:
¿Qué es esto?
Moisés les dijo:
- “Es el pan que el Señor os da de comer”.
Esto fue la admiración de Israel por generaciones tal como lo expresa el salmo responsorial:
“El Señor les dio un trigo celeste… y el hombre comió pan de ángeles”.
El Evangelio nos habla hoy del regalo de Jesús: el alimento que perdura para la vida eterna.
San Juan, en efecto, nos recuerda cómo al ver el milagro de la multiplicación de los panes la gente sigue a Jesús.
El Señor se da cuenta de que aquello es amor interesado y les dice:
- “Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”.
Sin embargo, en su bondad, aprovecha para lo que hoy diríamos catequizarlos y prepararlos a recibir un alimento superior “que no perece”.
Entonces comienza un interrogatorio que da la impresión de que los judíos ya olvidaron el milagro del pan abundante.
“¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? Respondió Jesús. La obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que ha enviado”.
Esto es lo que el Papa Benedicto XVI nos pide, desde ahora, como una meta para el Año de la Fe que comienza el próximo día once de octubre:
Reavivar la fe en Jesucristo.
Entonces los judíos piden a Jesús un signo, haciendo alusión al maná que comieron sus padres en el desierto.
Jesús les ofrece un pan mejor. El que el “Padre les da ahora, como verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”.
Aunque no entienden, le piden:
- “Danos siempre de este pan”.
Es entonces cuando Jesús les hace el descubrimiento inesperado de algo que Él llevaba en su corazón como el don más grande de su amor a la Iglesia, su Esposa:
- “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí nunca pasará sed”.
Para aprovechar este Pan, San Pablo nos pide hoy una conversión auténtica.
Nos invita a “abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos seductores, a renovaros en la mente y en el espíritu y a revestiros de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”.
Esta es la mejor forma de aprovechar el regalo de Jesús del que San Juan nos seguirá hablando los próximos domingos.