LEVÁNTATE
Y COME
Me encanta el profeta Elías.
Valiente, generoso y al servicio de Dios en
medio de un pueblo infiel y descreído.
Algo así como tienen que vivir muchos
católicos hoy.
Además, en el caso de Elías, se daba el agravante
de que Jezabel, la reina perversa, lo perseguía a muerte.
Pues este hombre, amigo de Dios lo llama la
Biblia, un buen día se aburrió de todo y se fue caminos de desierto.
Solo y sin compañía de ninguna clase, ni su
criado.
Se iba en busca de Dios, imitando a Moisés,
para conocer su voluntad en el monte de la contemplación, el Horeb (Sinaí).
Después de un día de soledad y tristeza
abrió su corazón a Dios:
- “Basta, Señor, quítame la vida que yo no
valgo más que mis padres.
Se echó bajo la retama y se durmió. De
pronto un ángel lo tocó y le dijo:
- ¡Levántate y come!
Miró Elías y vio a su cabecera un pan
cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero
el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo:
- ¡Levántate y come!, que el camino es
superior a tus fuerzas.
Elías se levantó, comió y bebió, y, con la
fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte
de Dios Horeb”.
Es claro que ese rico pan y agua fresca es
símbolo de la Eucaristía de la que hoy nos sigue hablando el capítulo seis de
San Juan. En ella tomamos las fuerzas necesarias para caminar del tiempo a la
eternidad:
- “Yo soy el pan de la vida. Vuestros
padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del
cielo para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo;
el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la
vida del mundo”.
Ese es el gran regalo de Jesús. Él mismo se
nos da en comida.
San Pablo nos enseña hoy cuáles son las
disposiciones que debemos tener para vivir como hijos de Dios.
Esto vale, sin duda, de manera especial
cuando deseamos recibir la Eucaristía:
“No pongáis triste al Espíritu Santo de
Dios con que Él os ha marcado para el día de la liberación final”.
Es de advertir que el Espíritu Santo nunca
puede estar triste, pero nosotros sentimos pena al ofender a quien nos cuida
con tanto amor y esta es la tristeza que proyectamos sobre Él, hablando a lo
humano.
San Pablo continúa:
“Desterrad de vosotros la amargura, la ira,
los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos
unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.
La amargura nos daña. No olvidemos que la
tristeza es una de las peores tentaciones que nos pone el diablo para dejarnos
inactivos.
Por su parte, San Pablo termina hoy con
estas palabras:
“Sed imitadores de Dios, como hijos
queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a
Dios como oblación y víctima de suave olor”.
Imitar a Dios es verdaderamente la
perfección, es precisamente al camino que enseñó Jesús cuando decía de sí mismo
(que es verdadero Dios) “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
Esta es la invitación: comulgar, sí, pero
debidamente preparados.
Todo esto nos lleva a meditar hoy con
gratitud el salmo responsorial:
“Gustad y ved qué bueno es el Señor,
dichoso el que se acoge a Él”.
La mejor forma de “gustar” a Dios es
comerlo en la Eucaristía, según la invitación del mismo Jesús en el Evangelio que
acabamos de meditar y que recoge el versículo del aleluya:
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”.
Amigo, no seas perezoso ni ingrato, ante el
gran regalo de Jesús en la Eucaristía, sobre todo los domingos:
“¡Levántate y come!”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo