NO ENTENDEMOS MUCHO DE AMOR
Todos hablamos de amor, pero pocos conocen la delicadeza y profundidad de esa palabra que, cuando es auténtica, lleva en pos de sí la vida de las personas.
Para nosotros esta claro que el verdadero amor es el de Dios, personificado en el Espíritu Santo.
Esto significa que se trata de un amor tan grande que tiene vida y constituye una Persona.
En cambio, el amor en nosotros es pequeño y, con frecuencia, llega al ridículo ya que es el motor que nos impulsa a actuar pero, a juzgar por los efectos, lo hacemos de una manera demasiado limitada y pobre.
En la liturgia de hoy nos sorprende ver los celos de los primeros cristianos.
Cuando se les reveló el amor de Dios, infinito y eterno hasta la entrega del Hijo amado en la cruz, con muerte y resurrección, los cristianos judíos pensaron que la revelación y la salvación iba a ser sólo para Israel.
La actuación de Dios con el pagano Cornelio y su familia los desorientó del todo.
En efecto, la comunidad cristiana exigió cuentas a Pedro por haber bautizado a unos paganos.
Lo más sorprendente, sin embargo, fue que la “culpa” de todo la tuvo el mismo Espíritu Santo.
Pedro llega a Cesarea, bautiza a Cornelio y a su familia. Y el Espíritu Santo penetra en aquellos corazones, lo mismo que había hecho con los apóstoles e incluso se dan las mismas manifestaciones externas que en el primer Pentecostés.
Frecuentemente ocurre algo similar entre nosotros, los cristianos de hoy.
Llegamos a creernos los dueños de los dones de Dios.
Pero el amor que Dios nos trajo para construir el Reino es totalmente distinto.
Esta es la manifestación del amor:
El Padre bueno envió a su Hijo único al mundo para dar vida, sin acepción de personas; a todos. Su amor va por delante. Su amor es tan grande que nos entregó a su Hijo como víctima de propiciación, es decir, sacrificó a su Hijo para que encontremos propicio el amor de Dios.
Si esto nos dice Juan, el discípulo del amor, en su carta, es Jesús mismo el que nos abre unos horizontes impensados en el evangelio del día.
Él quiere que el amor humano crezca hasta convertirse en amor divino: “Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor”. ¡Así nos quiere, metidos en el amor!
Este es el gran distintivo del cristianismo: el amor divino.
Pero, si somos sinceros, reconoceremos que está por estrenar en la mayor parte de los corazones.
Este amor, desde la libertad, se convierte en el mandamiento y distintivo que dejará Jesús a los suyos.
Se trata del “amor más grande”, el que da la vida, sea toda de una vez o poco a poco, “por los amigos”.
Jesús se pone como único modelo.
Él nos da la vida de una vez en la cruz.
Es la entrega de su vida humana.
Y su amor delicado nos entregó también su vida divina cuando nos dio a conocer todo lo que sabía del Padre, ya que “en esto consiste la vida eterna”.
Si se trata de amor delicado, hoy recordamos el amor de Dios maternizado en cada mujer a la que llamamos madre.
El amor maternal es uno de los más delicados y profundos que conocemos en la tierra.
Qué maravilloso es cuando una mujer cristiana identifica su amor de madre con el amor que Dios nos pide en la liturgia de este domingo.
¡Benditas sean ustedes, madres, que saben amar!
“Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas”.
Él mismo Señor está dispuesto a renovar esas maravillas en el próximo Pentecostés al que la Iglesia nos está preparando en esta segunda parte de la liturgia pascual.
Que el Espíritu Santo tenga a bien descubrirnos el amor que se tienen el Padre y el Hijo, para que podamos caminar hacia el amor auténtico y entender mucho más de amor.