A los cincuenta días de la Pascua celebraban los judíos la fiesta de Pentecostés.
Se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo.
En su origen se celebraba para dar gracias por la cosecha recibida. Más tarde se celebró ese día la fiesta de la alianza y el regalo que fue para ellos ley del Sinaí.
Finalmente, nosotros los católicos sabemos que cuando Jesús completó su misterio pascual es decir, su muerte, resurrección y ascensión, el Padre Dios envió en este día sobre los apóstoles el Espíritu Santo, completando así la obra de Jesús, como nos dice el prefacio del día:
“Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste al Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos… el mismo Espíritu que desde el comienzo fue el alma de la Iglesia naciente. El Espíritu que infundió el conocimiento de Dios en todos los pueblos y el que congregó, en la confesión de una misma fe, a los que el pecado había dividido en diversas lenguas”.
¿Qué es lo que sucedió el día de Pentecostés? Lo cuenta Lucas en los “Hechos de los apóstoles”:
“Estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno.
Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”.
San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda que es el mismo Espíritu Santo el que, frente a las “obras de la carne” (fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades…) produce los frutos más maravillosos que hoy nos recuerda San Pablo: “amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí”.
También vemos continuamente en la Iglesia las maravillas que hace el Espíritu Santo, de tal forma que en ella hay diversidad de carismas, servicios, actividades… Todo lo hace el mismo Espíritu, buscando una unión en la Iglesia, similar a la unión que crean la diversidad de miembros en el cuerpo humano (ojos, oídos, pies, manos, etc) para la riqueza de un todo al que llamamos “Cuerpo de Cristo”.
Este es el plan de Dios y esas diferencias nos deben enriquecer en el amor. Muchas veces, sin embargo, los celos y envidias crean divisiones dentro de la Iglesia de Cristo.
Nada más contrario al Espíritu de Jesús que quiere que todos nos enriquezcamos con los dones y carismas de los demás.
Muchas veces nos falta unidad y amor por un lado, y por otra parte nos falta también un conocimiento más profundo de las cosas de Dios.
Por eso el mismo Espíritu que nos enseña a llamar “Papá” a Dios, es el que, según la promesa de Jesús, nos llevará a la unidad en el amor.
Él también, según Jesús en la última cena, “os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo; hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”.
De esta manera el Espíritu, que es el Amor en la Trinidad, nos llevará también a la Verdad que es Cristo. Todo es regalo del Padre que nos amó tanto que nos ha dio al Verbo encarnándolo en Belén y al Espíritu Santo en Pentecostés.
Terminemos recordando algunas de las expresiones de la liturgia que nos ayudarán a invocar al Espíritu Santo en nuestra oración personal y comunitaria:
“Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido, luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos…
Sana el corazón enfermo… reparte tus siete dones según la fe de tus siervos…”.
“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor…”.
“Derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy las maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”.
Repitamos también: Padre Dios, por amor a Jesús, llénanos de tu Espíritu como llenaste a María.