31 de mayo de 2012

Santísima Trinidad

“Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro”. 

Éste es el corazón del mensaje revelado por Dios a la humanidad en el Antiguo Testamento: Hay un solo Dios. 

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo nacido de mujer”. 

Él viene para completar la revelación y darnos a entender que tenemos “un amor de Dios” o dicho de otra manera, “un Dios amor” y que este amor es Trinidad. 

El prefacio del día nos resume la esencia del misterio trinitario: 

“Dios Padre… con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona sino tres Personas en una sola naturaleza. 

Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu Santo sin diferencia ni distinción. 

De este modo, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad”. 

En el salmo responsorial repetiremos: “Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad”. 

Es importante tener en cuenta esto: Dios es quien escoge: su amor va siempre por delante. 

En el Antiguo Testamento fue Dios mismo el que escogió a Israel como pueblo suyo. Después, en la nueva alianza, Él mismo escoge a su Iglesia abierta a todos los pueblos. 

Esta idea es la misma que repetirá Jesús: 

“No me eligieron ustedes, fui yo quien los elegí”. 

Éste es el único Dios verdadero, Creador de todas las cosas, del que decimos en nuestra profesión de fe: 

“Creo en un solo Dios”. 

Y este único Dios es Padre y fuente de vida de cuanto existe. 

Para manifestarnos su amor, nos envió primero a su Hijo a fin de que podamos conocerlo a Él. Jesús es el rostro visible del Padre invisible. 

Más tarde nos envió al Espíritu Santo, para enseñarnos que, al Dios inmenso e infinito, lo podemos llamar Padre porque así lo es en verdad. 

De esta manera nos queda claro que, habiendo un solo Dios, en Él hay tres Personas: 

El que engendra, el engendrado y el que procede del amor de ambos. 

También podemos decirlo así: 

El que ama, el amado y el amor entre ambos. 

(Medita esto en oración. Te hará bien.) 

Me imagino que ahora quieres saber si tú, de verdad, eres un hijo de Dios. La respuesta te la da San Pablo en el párrafo de la carta a los Romanos que leemos hoy: 

“Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios”. 

Somos hijos de Dios porque nos lo dice el Espíritu que es Dios, y por serlo, somos también hermanos de Cristo. Con Él compartimos la vida divina en el tiempo y con Él participaremos de su misma herencia que es Dios. 

Recuerda que, desde el principio de tu vida, estás marcado por el Espíritu de Dios en la fuente bautismal. Él habita en ti y te enseña a llamar Abbá (Padre) a Dios. 

Fuiste bautizado porque Jesús mandó a los apóstoles, como nos dice el Evangelio de hoy: 

“Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. 

Por eso los católicos repetimos dos oraciones breves pero llenas de sentido. 

Una de alabanza:
- “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. 

Otra de ofrenda con la que ponemos en las manos de Dios todo lo que hacemos continuamente: 

- “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. 

Vivir estas dos breves oraciones nos puede llevar a la perfección que nos pidió Jesús: 

“Sean perfectos como su Padre celestial”. 

Para que esto pueda ser una realidad Jesús nos promete acompañarnos según el Evangelio del día: 

“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. 

Con Jesús todo es posible.
José Ignacio Alemany Grau, obispo

25 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés

A los cincuenta días de la Pascua celebraban los judíos la fiesta de Pentecostés. 

Se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo. 

En su origen se celebraba para dar gracias por la cosecha recibida. Más tarde se celebró ese día la fiesta de la alianza y el regalo que fue para ellos ley del Sinaí. 

Finalmente, nosotros los católicos sabemos que cuando Jesús completó su misterio pascual es decir, su muerte, resurrección y ascensión, el Padre Dios envió en este día sobre los apóstoles el Espíritu Santo, completando así la obra de Jesús, como nos dice el prefacio del día: 

“Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste al Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos… el mismo Espíritu que desde el comienzo fue el alma de la Iglesia naciente. El Espíritu que infundió el conocimiento de Dios en todos los pueblos y el que congregó, en la confesión de una misma fe, a los que el pecado había dividido en diversas lenguas”. 

¿Qué es lo que sucedió el día de Pentecostés? Lo cuenta Lucas en los “Hechos de los apóstoles”: 

“Estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. 

Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”. 

San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda que es el mismo Espíritu Santo el que, frente a las “obras de la carne” (fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades…) produce los frutos más maravillosos que hoy nos recuerda San Pablo: “amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí”. 

También vemos continuamente en la Iglesia las maravillas que hace el Espíritu Santo, de tal forma que en ella hay diversidad de carismas, servicios, actividades… Todo lo hace el mismo Espíritu, buscando una unión en la Iglesia, similar a la unión que crean la diversidad de miembros en el cuerpo humano (ojos, oídos, pies, manos, etc) para la riqueza de un todo al que llamamos “Cuerpo de Cristo”. 

Este es el plan de Dios y esas diferencias nos deben enriquecer en el amor. Muchas veces, sin embargo, los celos y envidias crean divisiones dentro de la Iglesia de Cristo. 

Nada más contrario al Espíritu de Jesús que quiere que todos nos enriquezcamos con los dones y carismas de los demás. 

Muchas veces nos falta unidad y amor por un lado, y por otra parte nos falta también un conocimiento más profundo de las cosas de Dios. 

Por eso el mismo Espíritu que nos enseña a llamar “Papá” a Dios, es el que, según la promesa de Jesús, nos llevará a la unidad en el amor. 

Él también, según Jesús en la última cena, “os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo; hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”. 

De esta manera el Espíritu, que es el Amor en la Trinidad, nos llevará también a la Verdad que es Cristo. Todo es regalo del Padre que nos amó tanto que nos ha dio al Verbo encarnándolo en Belén y al Espíritu Santo en Pentecostés. 

Terminemos recordando algunas de las expresiones de la liturgia que nos ayudarán a invocar al Espíritu Santo en nuestra oración personal y comunitaria: 

“Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido, luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo. 

Ven, dulce huésped… entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos… 

Sana el corazón enfermo… reparte tus siete dones según la fe de tus siervos…”. 

“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor…”. 

“Derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy las maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”. 

Repitamos también: Padre Dios, por amor a Jesús, llénanos de tu Espíritu como llenaste a María.

17 de mayo de 2012

La Ascensión del Señor

¿TÚ ERES UN BUEN TEÓFILO? 

La Iglesia ha hecho como un desdoblamiento del triunfo de Jesús sobre la muerte. 

Ya celebramos la Resurrección y hoy celebramos su Ascensión. 

El relato de este acontecimiento se lo debemos, de una manera muy particular, a San Lucas. Él nos lo cuenta dos veces, al final de su evangelio y al comienzo de los Hechos de los apóstoles. 

Ya supones a qué me refiero con el título de esta reflexión. 

San Lucas escribe a su “querido Teófilo”. 

Para algunos es éste un personaje distinguido, interesado en el Evangelio, pero para la mayor parte de los exegetas el evangelista se refiere a lo que significa etimológicamente la palabra griega, es decir al “amigo de Dios”. 

Ciertamente que ha sido San Lucas quien más ha contribuido para que todos podamos conocer tanto la vida de Jesús, como los primeros años de su Iglesia. 

En el salmo responsorial que centra la fiesta, el salmita nos pide: “Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo porque el Señor es sublime… Tocad para Dios, tocad. Tocad para nuestro rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo, tocad con maestría”. 

Y el motivo lo da el estribillo del salmo que repetimos: “Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas”. 

Se trata de una hermosa invitación a la fiesta que nos alegra en este día. 

¿Y qué nos enseñan las lecturas de hoy? 

En los Hechos de los Apóstoles leemos que después de pasar unos días felices con Jesús resucitado, algunos comenzaban a pensar que Jesús iba a instaurar el reino de Israel tal como habían soñado ellos y sus padres. 

Jesús les aclara: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad”. 

Luego les promete el Espíritu Santo que los convertirá en testigos de Jesús. Y no sólo en Jerusalén, sino en Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo. 

Prosigue San Lucas: “Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: 

“Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como lo habéis visto marcharse”. 

Benedicto XVI comenta: 

“La desaparición de Jesús a través de la nube no significa un movimiento hacia otro lugar cósmico, sino su asunción en el ser mismo de Dios. Y, así, la participación con su poder de presencia en el mundo”. 

Y prosigue el Papa: “Al igual que antes junto al sepulcro, también ahora aparecen dos hombres vestidos de blanco y dirigen un mensaje: “Galileos, ¿qué hacéis ahí…?”. 

Con eso queda confirmada la fe en el retorno de Jesús, pero al mismo tiempo se subraya una vez más que no es tarea de los discípulos quedarse mirando al cielo o conocer los tiempos y los momentos escondidos en el secreto de Dios. 

Ahora la tarea del discípulo es llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra”. 

Estas palabras del Santo Padre nos ayudan a entender la obligación de ser verdaderos apóstoles de Cristo, vencedor del pecado y de la muerte. 

San Pablo les dice a los Efesios que “el Padre de la gloria todo lo puso bajo los pies de Jesucristo y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. 

La Iglesia es el cuerpo de Cristo, plenitud del que llena todo en todos”. 

El Evangelio de este año le corresponde a nuestro amigo San Marcos y la liturgia recoge las últimas palabras de su Evangelio. 

Según Marcos Jesús se apareció a los once y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado”. 

¡Algo muy serio para meditar! 

A continuación pone las señales que acompañarán a los evangelizadores. Y termina Marcos: “Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. 

Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”. 

Y tú, ¿crees que eres un buen Teófilo que sigues los mandatos de tu Maestro Jesús?

11 de mayo de 2012

VI Domingo de Pascua

NO ENTENDEMOS MUCHO DE AMOR 

Todos hablamos de amor, pero pocos conocen la delicadeza y profundidad de esa palabra que, cuando es auténtica, lleva en pos de sí la vida de las personas. 

Para nosotros esta claro que el verdadero amor es el de Dios, personificado en el Espíritu Santo. 

Esto significa que se trata de un amor tan grande que tiene vida y constituye una Persona. 

En cambio, el amor en nosotros es pequeño y, con frecuencia, llega al ridículo ya que es el motor que nos impulsa a actuar pero, a juzgar por los efectos, lo hacemos de una manera demasiado limitada y pobre. 

En la liturgia de hoy nos sorprende ver los celos de los primeros cristianos. 

Cuando se les reveló el amor de Dios, infinito y eterno hasta la entrega del Hijo amado en la cruz, con muerte y resurrección, los cristianos judíos pensaron que la revelación y la salvación iba a ser sólo para Israel. 

La actuación de Dios con el pagano Cornelio y su familia los desorientó del todo. 

En efecto, la comunidad cristiana exigió cuentas a Pedro por haber bautizado a unos paganos. 

Lo más sorprendente, sin embargo, fue que la “culpa” de todo la tuvo el mismo Espíritu Santo. 

Pedro llega a Cesarea, bautiza a Cornelio y a su familia. Y el Espíritu Santo penetra en aquellos corazones, lo mismo que había hecho con los apóstoles e incluso se dan las mismas manifestaciones externas que en el primer Pentecostés. 

Frecuentemente ocurre algo similar entre nosotros, los cristianos de hoy. 

Llegamos a creernos los dueños de los dones de Dios. 

Pero el amor que Dios nos trajo para construir el Reino es totalmente distinto. 

Esta es la manifestación del amor: 

El Padre bueno envió a su Hijo único al mundo para dar vida, sin acepción de personas; a todos. Su amor va por delante. Su amor es tan grande que nos entregó a su Hijo como víctima de propiciación, es decir, sacrificó a su Hijo para que encontremos propicio el amor de Dios. 

Si esto nos dice Juan, el discípulo del amor, en su carta, es Jesús mismo el que nos abre unos horizontes impensados en el evangelio del día. 

Él quiere que el amor humano crezca hasta convertirse en amor divino: “Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor”. ¡Así nos quiere, metidos en el amor! 

Este es el gran distintivo del cristianismo: el amor divino. 

Pero, si somos sinceros, reconoceremos que está por estrenar en la mayor parte de los corazones. 

Este amor, desde la libertad, se convierte en el mandamiento y distintivo que dejará Jesús a los suyos. 

Se trata del “amor más grande”, el que da la vida, sea toda de una vez o poco a poco, “por los amigos”. 

Jesús se pone como único modelo. 

Él nos da la vida de una vez en la cruz. 

Es la entrega de su vida humana. 

Y su amor delicado nos entregó también su vida divina cuando nos dio a conocer todo lo que sabía del Padre, ya que “en esto consiste la vida eterna”. 

Si se trata de amor delicado, hoy recordamos el amor de Dios maternizado en cada mujer a la que llamamos madre. 

El amor maternal es uno de los más delicados y profundos que conocemos en la tierra. 

Qué maravilloso es cuando una mujer cristiana identifica su amor de madre con el amor que Dios nos pide en la liturgia de este domingo. 

¡Benditas sean ustedes, madres, que saben amar! 

“Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas”. 

Él mismo Señor está dispuesto a renovar esas maravillas en el próximo Pentecostés al que la Iglesia nos está preparando en esta segunda parte de la liturgia pascual. 

Que el Espíritu Santo tenga a bien descubrirnos el amor que se tienen el Padre y el Hijo, para que podamos caminar hacia el amor auténtico y entender mucho más de amor.

1 de mayo de 2012

V Domingo de Pascua


¿UNA RAMA SOLA Y CON FRUTO?

No es fácil imaginar que una rama quiera vivir sola y, separándose del árbol pretender dar fruto y fruto abundante.
Esto puede parecer muy extraño pero es lo que sucede continuamente, incluso entre los discípulos de Jesús.
La gente quiere ir sola, la gente quiere llamar la atención y además pretender dar más fruto que otros.
La liturgia de este domingo nos invita a la unidad entre nosotros y con Cristo. Y por Cristo con el Padre, en el Espíritu Santo.
Meditemos, una vez, más la hermosa comparación (alegoría) que nos recuerda San Juan:
“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto… permaneced en mí y yo en vosotros”.
Y Jesús lo explica claramente cuando dice: “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí”.
Está claro que sólo el que permanece en Cristo dará fruto abundante.
Puede ser interesante contar las veces que repite Jesús el verbo “permanecer” en este capítulo de San Juan. No se trata, por tanto, de un paseo por el árbol ni tampoco de un paseo fuera del árbol. Se trata de recibir la savia del árbol permanentemente, bien colocado en el sitio que le corresponde para dar fruto.
No olvides nunca esta hermosa comparación de hoy:
Estamos unidos en la Trinidad:
* El Padre es el agricultor.
* El Hijo es la vid, el árbol.
* El Espíritu Santo es la savia.
* Y cada uno de los seguidores de Cristo, pequeñas ramitas que deben florecer, aunque sea con sacrificio, para dar fruto.
Posiblemente esto puede no ser lo más cómodo y, no tanto por la Trinidad Santa que nos sustenta, sino por las otras “ramitas” que nos acompañan y molestan. Es decir, los otros que pertenecen al mismo cuerpo de Cristo…
Pero, no lo olvides, sólo donde hay unidad y amor está Dios.
Por su parte, la vivencia de San Pablo, que nos cuentan los Hechos de los apóstoles, es una buena lección para todos nosotros.
Cuando Jesús lo deslumbró a las puertas de Damasco, le reclamó por su persecución con estas palabras: “Pablo, ¿por qué me persigues?”.
La verdad es que Pablo nunca persiguió a Cristo. Para él Jesús estaba muerto y bien muerto. Pero de las palabras del Señor sacó la gran enseñanza: quien persigue a los de Jesús, persigue al Señor.
Por eso se esforzó al hablar de la caridad, hasta decirnos que tengamos muy presente que el otro debe ser más importante que uno mismo.
El mismo Pablo nos cuenta hoy cómo sintió el vacío de los demás en las primeras comunidades cristianas.
Por una parte los judíos estaban furiosos contra Él porque los había traicionado. Y en cuanto a los discípulos de Jesús, le tenían miedo y le hacían el vacío porque no se fiaban ni creían en su conversión.
Para fomentar la unidad y la caridad, la carta de San Juan nos pide hoy que “no amemos de palabra y de boca sino de verdad y con obras”… Éste es el mandamiento del Señor:
“Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros como Él nos lo mandó”.
Queda, pues, claro que no hay otro cristianismo que el de permanecer unido a Cristo y dar siempre la mano a los hermanos.
El verso aleluyático nos lo repetirá hoy: “permaneced en mí y yo en vosotros, dice el Señor; el que permanece en mí da fruto abundante”.