“Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro”.
Éste es el corazón del mensaje revelado por Dios a la humanidad en el Antiguo Testamento: Hay un solo Dios.
“Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo nacido de mujer”.
Él viene para completar la revelación y darnos a entender que tenemos “un amor de Dios” o dicho de otra manera, “un Dios amor” y que este amor es Trinidad.
El prefacio del día nos resume la esencia del misterio trinitario:
“Dios Padre… con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona sino tres Personas en una sola naturaleza.
Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu Santo sin diferencia ni distinción.
De este modo, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad”.
En el salmo responsorial repetiremos: “Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad”.
Es importante tener en cuenta esto: Dios es quien escoge: su amor va siempre por delante.
En el Antiguo Testamento fue Dios mismo el que escogió a Israel como pueblo suyo. Después, en la nueva alianza, Él mismo escoge a su Iglesia abierta a todos los pueblos.
Esta idea es la misma que repetirá Jesús:
“No me eligieron ustedes, fui yo quien los elegí”.
Éste es el único Dios verdadero, Creador de todas las cosas, del que decimos en nuestra profesión de fe:
“Creo en un solo Dios”.
Y este único Dios es Padre y fuente de vida de cuanto existe.
Para manifestarnos su amor, nos envió primero a su Hijo a fin de que podamos conocerlo a Él. Jesús es el rostro visible del Padre invisible.
Más tarde nos envió al Espíritu Santo, para enseñarnos que, al Dios inmenso e infinito, lo podemos llamar Padre porque así lo es en verdad.
De esta manera nos queda claro que, habiendo un solo Dios, en Él hay tres Personas:
El que engendra, el engendrado y el que procede del amor de ambos.
También podemos decirlo así:
El que ama, el amado y el amor entre ambos.
(Medita esto en oración. Te hará bien.)
Me imagino que ahora quieres saber si tú, de verdad, eres un hijo de Dios. La respuesta te la da San Pablo en el párrafo de la carta a los Romanos que leemos hoy:
“Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios”.
Somos hijos de Dios porque nos lo dice el Espíritu que es Dios, y por serlo, somos también hermanos de Cristo. Con Él compartimos la vida divina en el tiempo y con Él participaremos de su misma herencia que es Dios.
Recuerda que, desde el principio de tu vida, estás marcado por el Espíritu de Dios en la fuente bautismal. Él habita en ti y te enseña a llamar Abbá (Padre) a Dios.
Fuiste bautizado porque Jesús mandó a los apóstoles, como nos dice el Evangelio de hoy:
“Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Por eso los católicos repetimos dos oraciones breves pero llenas de sentido.
Una de alabanza:
- “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.
Otra de ofrenda con la que ponemos en las manos de Dios todo lo que hacemos continuamente:
- “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Vivir estas dos breves oraciones nos puede llevar a la perfección que nos pidió Jesús:
“Sean perfectos como su Padre celestial”.
Para que esto pueda ser una realidad Jesús nos promete acompañarnos según el Evangelio del día:
“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Con Jesús todo es posible.
José Ignacio Alemany Grau, obispo