Este es un domingo de luz en el que Jesucristo se presenta de diversas formas como verdadera luz del mundo y, de una manera especial, en las pupilas de un joven ciego que descubrió y adoró a Jesús.
1 Samuel
Muchas veces hemos
oído hablar de la «vara de Jesé florida».
Jesé es padre de
David y de sus otros siete hermanos.
Nos cuenta la
Escritura que Saúl actuó mal con Dios el cual envió a Samuel para ungir al
sucesor.
Jesé, padre de aquella pequeña tribu, fue presentando a sus siete hijos que él creía que eran buenos mozos para ser ungidos como reyes de Israel. Pero Dios le dijo:
«No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo.
Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el
corazón».
Cuando pasaron los
siete hermanos, Samuel pidió a Jesé que trajera al más pequeño que estaba en el
campo y era pastor.
Esta es la hermosa descripción
que la Escritura hace de David:
«Era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo».
Samuel, por mandato de Dios, ungió a David en medio de sus hermanos y el Espíritu del Señor invadió a David.
Salmo 22
El salmo se refiere
al mismo David que fue el gran rey y pastor de Israel y, evidentemente, se
refiere también al mismo Dios cuyo favor invocaron siempre los israelitas:
«El Señor es mi pastor, nada me falta».
San Pablo
Nos habla de la
luz, en referencia, ciertamente, al Evangelio del día. Dice así:
«Caminad como hijos de la luz. Toda bondad, justicia y verdad son frutos
de la luz.
Buscad lo que agrada al Señor sin actuar según las obras de las
tinieblas».
Termina el apóstol
diciéndonos:
«Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14).
Versículo de aclamación
La liturgia nos
invita a recordar una vez más la definición que Jesús dio de sí mismo:
«Yo soy la luz del mundo: el que me sigue tendrá la luz de la vida».
Que estas palabras nos ayuden a sacar todo el fruto que nos ofrece el capítulo 9 de San Juan que hoy domingo meditamos.
Evangelio
San Juan nos ofrece
hoy el ejemplo, muy hermoso, de un joven ciego que se lo jugó todo por Jesús.
Los discípulos,
siempre curiosos, preguntan al Señor:
«¿Maestro, quién pecó: este o sus padres para que naciera ciego?».
Esa es una
reflexión frecuente también entre nosotros que queremos conocer la causa de los
pecados de otros.
Jesús aclara que ni
él ni sus padres pecaron, sino que está ahí para que «se manifiesten en él las obras de Dios».
A través de este
párrafo, San Juan nos presenta muchas veces, la belleza y fecundidad de la luz
y lo más hermoso que dice Jesús de sí mismo:
«Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo».
Jesús hace un
milagro especial:
«Escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos» y le
dijo que se lavara en la piscina de Siloé.
«Él fue, se lavó y volvió con vista».
Todos estaban muy
admirados, pero los fariseos no podían aceptar ese milagro tan patente.
Molestan al joven y
quieren que niegue la veracidad del milagro. El joven hasta el final defendió
la verdad de la curación de Cristo.
Aquellos hombres
envidiosos expulsaron de la sinagoga al muchacho. Jesús le sale al encuentro y
le revela toda su grandeza:
«¿Crees tú en el hijo del hombre?
- ¿Y quién es, Señor para que crea en Él?
- Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es».
El joven se postró ante
Él diciendo: «Creo, Señor».
El muchacho
recuperó la vista y los fariseos siguieron ciegos.
José Ignacio Alemany Grau, obispo