Reflexión homilética para el XXII domingo
del Tiempo Ordinario, ciclo A
En la liturgia de hoy podemos meditar cada
uno hasta qué punto tenemos verdadera intimidad con Dios y cuánto nos
condiciona el amor que le tenemos.
El
profeta Jeremías
Jeremías se presenta como un muchacho que
ha pasado un tiempo y repiensa su apostolado como profeta:
“Me sedujiste, Señor,
y yo me dejé seducir”…
Medimos las fuerzas y Dios pudo más que yo.
Se dio cuenta de que el resumen de sus
predicaciones y predicciones era poco agradable al pueblo de Israel y todos se
reían del profeta.
Jeremías lucha y saca una dolorosa
conclusión que nunca podrá cumplir: ya no quiero nada con Dios. No me acordaré
más de Él:
“No hablaré más en su
nombre”.
Sin embargo la conclusión y la realidad son
distintas. Venció la Palabra del Señor porque le quemaba por dentro. Era fuego
en sus entrañas.
Te invito a meditar:
¿Te ha seducido el Señor? ¿Sientes que su
amor está por encima de todo?
¿Te comprometiste de verdad con tu Creador
alguna vez en tu vida?
Por otra parte, ¿te has peleado y quisiste
dejar a Dios porque… no triunfas como querías… porque murió un ser querido…?
¿Has mandado a rodar alguna vez a Dios?
¿Quién es más fuerte en ti, Dios o tú
mismo?
Un consejo:
Déjate seducir por Dios. Un día le darás la
razón.
Pablo
a los Romanos
Muchos juegan con el cuerpo (el suyo o el
de otros) y aceptan todo tipo de placer porque… ¡me gusta!
El cuerpo es indispensable para la vida
humana. Dentro de él habita el alma que nos hace seres humanos: alma y cuerpo.
Dios al darnos la vida divina en el
bautismo entró en nuestro ser y por tanto nos pide que la limpieza del cuerpo
acompañe la santidad del alma en la que Dios habita.
Por eso pide el apóstol:
“Os exhorto por la
misericordia de Dios a presentar vuestros cuerpos como hostia agradable a
Dios”.
Por eso el mismo San Pablo, escribiendo a
los Corintios les dirá:
“¿No sabéis que
vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo
es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros y habéis recibido de Dios”.
Y todavía es más fuerte la enseñanza de
Pablo:
“Ya no os
pertenecéis”.
El motivo es grande.
Todos nosotros “hemos sido comprados a buen precio”, la sangre de Cristo, como
dirá San Pedro.
Pablo enseña también un poco antes en la
misma carta:
“¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”
Sigue leyendo en particular 1Co 3,17.
Por nuestra parte terminamos con las
palabras de Pablo:
“Glorificad a Dios
con vuestro cuerpo”.
Verso
aleluyático
¿Tiene ojos el corazón?
Pablo entiende que sí, de una manera
metafórica, y es lo que nos recuerda este versículo del aleluya:
“El Padre de nuestro
Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón para que comprendamos cuál
es la esperanza a la que nos llama”.
Esta esperanza, como puedes entender en
este domingo, es para la liturgia, la entrega total a Dios.
El
Evangelio
El Evangelio de hoy trata de diversos
temas:
Después de escoger a Pedro como su
representante entre los apóstoles, Jesús advierte a todos “que tiene que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos… y ser ejecutado”. Y
añade que “al tercer día resucitará”. Evidentemente que esto, si lo
entendieron, fue demasiado fuerte para todo el grupo y Pedro llevando a Jesús
aparte, le dice:
“¡No lo permita Dios! Eso no puede pasarte”.
Pero Cristo, no aceptando ese aparte de
Pedro dice, de modo que lo oigan todos:
“Quítate, satanás,
que me haces tropezar; piensas como los hombres, no como Dios”.
Jesús añade:
“El
que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
que me siga”.
Terminemos pensando que si una persona se
ha dejado seducir por Dios y ha vivido según el Evangelio debe sentirse feliz
porque un día Jesús “vendrá… con la gloria de su Padre y entonces pagará a cada
uno según su conducta”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo