La fiesta de hoy nos recuerda a todos, el
olor a incienso, las flores, el palio que llevan hombres serios, y el sacerdote
reverente con los ojos clavados en la hostia que lleva metida en la custodia,
que parece un sol con sus rayos de oro.
Es la gran fiesta del Cuerpo y de la Sangre
de Cristo.
La Iglesia en estos días que siguen a la
Pascua, nos va entresacando los misterios más bellos que hemos vivido durante
ella. Quiere que los adoremos y agradezcamos. Algunos de ellos son: la Santa
Trinidad que nos ha dado todo, Cristo sumo y eterno Sacerdote, el Sagrado
Corazón de Jesús y el Cuerpo y Sangre de Cristo que celebramos hoy:
Bajo las especies de pan y vino, granos
molidos y uvas exprimidas, está Jesús después de la consagración. Así de
simple:
Está Jesús con su Cuerpo glorioso, su Alma
bendita y su Divinidad de Hijo de Dios:
¡Es nuestra fe!
El
prefacio
Nos recuerda cómo el Señor, “al instituir el sacrifico de la eterna
alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación”.
En el Antiguo Testamento hubo una alianza
de Dios con Moisés. Se selló con sangre de animales y hubo una ley, el Decálogo,
que todos conocemos.
Esta fue la primera alianza.
Ahora hay un sacerdote nuevo, una ley nueva
(“mi mandamiento”) y una víctima nueva que ya no es sangre de
animales sino la Sangre santísima de Jesús, ofrecida en la cruz de una vez para
siempre.
Con su sangre comienza una alianza nueva
entre Dios y los hombres.
Es la alianza profetizada varias veces en
el Antiguo Testamento. Una “alianza nueva
y eterna”.
Para que se perpetuara, Jesús Sumo y Eterno
Sacerdote pidió que los apóstoles y sus sucesores ofrecieran la misma víctima
muchas veces:
“Hagan esto en
memoria mía”.
Con ese sacrifico la Carne de Cristo se
convierte en verdadera comida y su Sangre es la bebida que nos santifica. Su
Cuerpo y su Sangre son la prenda segura de nuestra salvación.
Nos salvamos si comemos la Eucaristía:
“El que come mi Carne
y bebe mi Sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día”.
La
primera lectura
Hace alusión al maná que Dios regaló a los
Padres en el desierto.
Y si bien algunos a veces se sintieron “hastiados por aquel pan sin cuerpo”, la
Tradición nos enseña que el maná sabía a cada uno según aquello que deseaba
comer.
Cuando hacemos la bendición del Santísimo
Sacramento recordamos el don del maná al decir:
“Les diste pan del
cielo que contiene en sí todo deleite”.
San
Pablo
El apóstol recuerda a los Corintios que en
la Santa Misa “el cáliz de bendición que
bendecimos es la comunión con la Sangre de Cristo y el pan que partimos es
comunión con el Cuerpo de Cristo”.
Según Pablo el fruto de la comunión que
compartimos los cristianos tiene que ser la unidad y así, “aunque somos muchos formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del
mismo pan”.
Evangelio
El Evangelio nos lleva una vez más a la
sinagoga de Cafarnaúm.
Allí Jesús hace la gran promesa que
escandaliza a los fariseos y que, medio a ciegas, aceptan los apóstoles.
Los primeros dicen “dura es esta doctrina”.
Y los segundos, con Pedro, dicen: “Tú tienes palabras de vida eterna”.
Meditemos nosotros la valiente promesa de
Jesús (valiente porque le costó la vida):
“Os aseguro que si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en
vosotros”.
Muchos cristianos no comulgan y la Iglesia
ha tenido que ponernos una obligación: comulgar al menos una vez al año “por
Pascua florida”.
¿Cómo es posible esto?
¿Hemos perdido la fe en el gran regalo de
Jesús, la Eucaristía?
Amigos, comulguemos siempre que podamos y
sigamos también las santas tradiciones de la Iglesia, como son: las procesiones
del Santísimo Sacramento, la visita y adoración a Jesús Eucaristía.
Jesús en la Eucaristía es la luz que
ilumina nuestro camino hacia el corazón de Dios.
+ José Ignacio Alemany Grau, obispo