Jeremías es imagen de Jesús, entre
otras cosas por la verdad que defendió siempre, aunque muchas veces estuvo a
punto de perder la vida por ello.
Lo perseguían porque
proclamaba la verdadera Palabra de Dios, frente a los falsos profetas. Estos
halagaban los oídos interesados de los príncipes de Israel y odiaban a
Jeremías.
Una de estas
oportunidades es la que cuenta la lectura de hoy. Para entender leemos el
versículo anterior en el que profetiza el futuro de Jerusalén:
“Esto dice el Señor: quien se quede en esta ciudad morirá
de espada, de hambre o de peste. En cambio, el que se pase a los caldeos
seguirá con vida; ése será su botín. Esto dice el Señor: esta ciudad será
entregada sin remedio en poder del rey de Babilonia que la conquistará”.
Después de
escuchar a Jeremías los príncipes lo meten en una cisterna que no tenía agua
pero sí tanto barro que comenzó a hundirse el profeta con peligro grave de su
vida.
Es entonces
cuando un extranjero, Ebedmelek, le
salva la vida avisando al rey que apreciaba al profeta pero temía a los
príncipes.
El rey mandó
sacar a Jeremías del barro.
El Señor salvará
del destierro a Ebedmelek y por supuesto
a Jeremías.
Admiremos a los
santos de hoy que nos vienen de oriente, sacrificándolo todo, como Jeremías,
para ser fieles a Dios.
El salmo (39) es una oración
desesperada del salmista y algunas de cuyas palabras podemos aplicar a
Jeremías, desde el barro del aljibe:
“Yo esperaba con ansia al Señor. Él se inclinó y escuchó
mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa”.
Con el salmista
oraremos también nosotros:
“Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de
mí; tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío no tardes”.
En la carta a los Hebreos, el
domingo anterior escuchamos una gran lista de hombres de fe que precedieron la
llegada del Mesías.
Siguiéndolos a
ellos abandonemos todo lo que nos estorbe para poder correr y ganar la carrera
que nos toca.
Cuando uno corre
debe tener los ojos fijos en la meta. Nuestra meta es Jesús que fue el más
valiente de todos y “renunciando al gozo
inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia…”. Corramos con los
ojos fijos en Cristo.
Peleemos hasta
llegar a Él.
Meditemos
también estas palabras con las que nos anima San Pablo:
“Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea
contra el pecado”.
No podemos imaginar el corazón
misionero de Cristo. Él fue enviado desde el seno de la Trinidad para que
quemara el mundo con el fuego del Espíritu Santo.
Hoy nos abre su
corazón con un desahogo inesperado: “he
venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ardiendo”.
Por una parte
sentía el dolor de sufrimiento que tenía que padecer y por otra, la espera se le
hacía muy larga. A esto lo llama Él un bautismo de sangre. Con este martirio
nos salvará a todos.
Ahora que ya
cumplió muriendo y resucitando, ¿quieres ayudarlo para que se propague el
fuego?
Ese fuego es la
santidad de Dios que nos quiere salvar a todos.
Si Jesús nos da
su vida, ¿qué podemos hacer para corresponderle?
En el Evangelio
de hoy, Jesús añade que no ha venido a traer la paz sino la guerra.
No es
contradictorio porque mientras Él trae la paz interna y eterna, habrá muchos
que se le opongan. Nosotros lo vemos cada día: cuánta guerra contra Dios,
contra sus mandamientos y cuánta persecución a los suyos.
Comenzando por
la familia, el mundo está hecho un campo de batalla. Jesús lo describe, como
hemos leído: “En adelante una familia de cinco
estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre
contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija
contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
Todos contra
todos.
Enviemos juntos
hoy un mensaje a las madres de tantas personas equivocadas que están
destruyendo el mundo y destruyéndose a sí mismas:
Madres buenas,
recen mucho por esos hijos suyos tan equivocados para que regresen a la luz y a
la paz de Dios y puedan descubrir nuevamente la paz de la familia, de su
casita, donde un tiempo fueron tan felices.
La oración de
una madre siempre es poderosa ante Dios.
José
Ignacio Alemany Grau, obispo