Es un poco extraño que al narrar San Lucas
la subida de Jesús al cielo, diga que los discípulos en vez de quedar llenos de
pena, vacío y nostalgia… “se volvieron a Jerusalén
con gran alegría”.
De hecho, los encuentros con Dios son así.
Recuerda al eunuco que al irse Felipe,
después de bautizarlo, “siguió su camino
lleno de alegría”.
Es que cuando el Señor entra en el corazón
de verdad no se echa de menos la presencia física.
¿Y qué es la ascensión?
Hay tres prefacios en torno a esta fiesta.
Extraemos las ideas centrales para nuestra
meditación:
* Jesús, después de resucitar se apareció
un tiempo a los apóstoles y después, “ante sus ojos, fue elevado al cielo para
hacernos partícipes de su divinidad”.
* La Iglesia se goza viendo subir al Señor
victorioso y cubierto de gloria:
“El Rey de la gloria, vencedor del pecado y
de la muerte… ha ascendido a lo más alto del cielo como mediador entre Dios y
los hombres, como juez de vivos y muertos”.
* No se fue Jesús al cielo para
desentenderse de nosotros, sino para llenarnos de esperanza, sabiendo que nos
llevará con Él:
“No se ha ido para desentenderse de este
mundo sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra… para que vivamos con
ardiente esperanza de seguirlo en su reino”.
* En el cielo Jesús intercede por nosotros
y nos asegura la presencia del Espíritu Santo.
* Finalmente la liturgia nos invita a
perseverar en oración con María, seguros de que, según la promesa de Jesús,
vendrá a nosotros el Espíritu Santo.
Con estos pensamientos profundos podemos
entender mejor lo que significa la ascensión del Señor para la Iglesia.
Vayamos ahora a las lecturas.
La
primera lectura es el comienzo de los Hechos de los apóstoles.
Nos cuenta San Lucas los últimos encuentros
de los apóstoles con Jesús que les pide que queden en Jerusalén hasta que se
cumpla la promesa del envío del Espíritu Santo:
“Seréis bautizados
con el Espíritu Santo”.
No faltó tampoco la dolorosa incomprensión
de quienes todavía soñaban que Jesús podía ser el caudillo que libertara a
Israel del imperio de Roma.
Jesús no los toma en cuenta y les explica
la misión que deberán hacer con el poder del Espíritu:
“Recibiréis la fuerza
del Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y
hasta los confines del mundo”.
La última escena es bella:
“Dicho esto, lo vieron
levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista”.
Creían que, pasando la nube, volverían a
ver a Jesús pero unos “hombres vestidos
de blanco les dijeron: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
El mismo Jesús que os
ha dejado para subir al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse”.
El
salmo responsorial parece escrito para este día:
“Dios asciende entre
aclamaciones; el Señor, al son de trompetas”.
Unámonos a la fiesta que celebra el
salmista:
“Pueblos todos, batid
palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo… tocad para Dios tocad, tocad para
nuestro Rey, tocad… Dios reina sobre las naciones”.
La
segunda lectura pertenece a la carta a los Hebreos.
Recoge una de las ideas del prefacio:
“Cristo ha entrado no
en un santuario construido por hombres, sino en el mismo cielo, para ponerse
ante Dios intercediendo por nosotros”.
A continuación nos recuerda todo lo que
Jesús ha hecho por nosotros como único Salvador que ofrece al Padre su propio
cuerpo como víctima. Y nos aconseja:
“Mantengámonos firmes
en la esperanza que profesamos porque es fiel quien hizo la promesa”.
Finalmente
en el Evangelio, San Lucas nos ofrece un relato similar al de los Hechos de los
apóstoles.
Con esta conclusión del Evangelio y el
principio de los Hechos, une el fin de la obra sacrificada de Jesús con la
eficacia de la salvación, que es el inicio de la Iglesia.
Jesús sube al cielo.
Ellos regresan con alegría.
Van al templo a bendecir a Dios.
Cuando llega el Espíritu Santo se dispersan
para evangelizar el mundo como testigos del amor.
Lucas narra un detalle importante:
Jesús es llevado triunfante como Rey de la
creación y al mismo tiempo termina actuando como sacerdote, que se despide
bendiciendo.
Amigos, que en este día recibamos la
bendición de Jesús para nosotros, para nuestras familias y para el mundo
entero.
José Ignacio Alemany Grau, obispo