EMPEZANDO POR LOS MÁS VIEJOS
Isaías
cuenta los favores que hizo Dios en el Antiguo Testamento pero sobre todo los
que hará a su pueblo en el futuro.
El pueblo es Israel del que Dios dice es “mi pueblo”.
Lo llama también “mi escogido” y añade que es “el
pueblo que yo formé”.
Realmente el buen israelita debía sentirse
orgulloso de su Dios y cumplir lo que Dios le pedía: “proclamará mi alabanza”.
Lo que fue Israel en el Antiguo Testamento
a partir del cumplimiento de las promesas, con la llegada de Jesús es la
Iglesia y cada uno de los que pertenecemos a ella.
Recuerda tú las maravillas que Dios ha
hecho por ti a través de la historia de la salvación y alábalo como lo hizo
María, la “hija de Sión” y Madre de
la Iglesia.
Salmo
125
Por lo dicho anteriormente la Iglesia nos
invita a repetir siempre el salmo que cantaban los israelitas para glorificar a
Dios.
En el salmo van incluidos los gozos y
sufrimientos de ayer y de hoy:
“El Señor ha estado
grande con nosotros y estamos alegres.
Cuando el Señor
cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar:
la boca se nos
llenaba de risas, la lengua de cantares”.
Pablo
se comunica una vez más con una de las comunidades más queridas, los
filipenses. Les abre el corazón.
Primero les hace ver cómo desde que
descubrió a Jesús, toda su vida anterior y sus proyectos los consideró pérdida
ante “el conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor”.
¡Cuántas veces llamará Pablo a Jesús con el
título divino de “Señor”!
“Por Él lo perdí todo y todo lo estimo
basura con tal de ganar a Cristo”.
Esa es la verdadera conversión, muy
distinta de nuestros pequeños cambios que no duran.
La meta que Pablo se propone es “para conocerlo a Él y la fuerza de su
resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte,
para llegar un día a la resurrección de entre los muertos”.
Con la misma confianza dice a los suyos que
se comporta como un atleta en carrera, porque aún no ha llegado a la meta, por
eso “olvidándome de lo que queda atrás y
lanzándome hacia lo que está por delante corro hacia la meta, para ganar el
premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús”.
El
Evangelio nos muestra la bondad y misericordia de Jesús con los pecadores, algo
tan distinto de la actitud de aquellos fariseos que le llevan a empellones a
una adúltera, deseando ver si a Jesús le importa más la ley o la misericordia.
(Ya sabemos que para los fariseos lo más
importante era la ley).
Jesús, como si no fuera con Él, escribía
con el dedo en la arena.
Cuando le insisten, Jesús levanta la cabeza
y dice simplemente: “el que esté sin
pecado que tire la primera piedra”.
Y sigue escribiendo.
San Juan advierte que “ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los
más viejos”.
Así es la vida… seguramente que los viejos
miraron su mochila bien repleta y para evitar complicaciones se esfumaron.
Esto pasa hoy también.
Si se destapa una corrupción, todos salen
huyendo como los grillos al destapar una olla.
Y al final ¿qué pasó? ¡Maravilla! Se salvó la ley.
Se salvó la adúltera y triunfó la
misericordia.
Pero no terminó todo así: Jesús da un
consejo personal a la pecadora: “tampoco
yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
Que
no se nos pase de largo el versículo de aclamación:
“Ahora, oráculo del
Señor, convertíos a mí de todo corazón, porque yo soy compasivo y
misericordioso”.
Este es el pedido del Señor para cada uno
de nosotros. Es el grito litúrgico que escuchamos durante toda la cuaresma y que
en este Año Santo nos repite continuamente el Papa Francisco.
Está claro que Jesús es la misericordia
del Padre y que para el arrepentido
siempre hay una puerta abierta.
Es la puerta de quien dijo: “Yo soy la Puerta… quien entre por mí se
salvará y podrá entrar y salir y encontrará pastos”.
Amigo, busca esa Puerta y no dudes porque
está siempre abierta: es el Corazón de Cristo.
José Ignacio Alemany Grau, obispo