10 de marzo de 2016

Reflexión homilética para el V domingo de Cuaresma, ciclo C

EMPEZANDO POR LOS MÁS VIEJOS

*       Isaías cuenta los favores que hizo Dios en el Antiguo Testamento pero sobre todo los que hará a su pueblo en el futuro.
El pueblo es Israel del que Dios dice es “mi pueblo”.
Lo llama también “mi escogido” y añade que es “el pueblo que yo formé”.
Realmente el buen israelita debía sentirse orgulloso de su Dios y cumplir lo que Dios le pedía: “proclamará mi alabanza”.
Lo que fue Israel en el Antiguo Testamento a partir del cumplimiento de las promesas, con la llegada de Jesús es la Iglesia y cada uno de los que pertenecemos a ella.
Recuerda tú las maravillas que Dios ha hecho por ti a través de la historia de la salvación y alábalo como lo hizo María, la “hija de Sión” y Madre de la Iglesia.
*       Salmo 125
Por lo dicho anteriormente la Iglesia nos invita a repetir siempre el salmo que cantaban los israelitas para glorificar a Dios.
En el salmo van incluidos los gozos y sufrimientos de ayer y de hoy:
“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”.
*       Pablo se comunica una vez más con una de las comunidades más queridas, los filipenses. Les abre el corazón.
Primero les hace ver cómo desde que descubrió a Jesús, toda su vida anterior y sus proyectos los consideró pérdida ante “el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”.
¡Cuántas veces llamará Pablo a Jesús con el título divino de “Señor”!
“Por Él lo perdí todo y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”.
Esa es la verdadera conversión, muy distinta de nuestros pequeños cambios que no duran.
La meta que Pablo se propone es “para conocerlo a Él y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos”.
Con la misma confianza dice a los suyos que se comporta como un atleta en carrera, porque aún no ha llegado a la meta, por eso “olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús”.
*       El Evangelio nos muestra la bondad y misericordia de Jesús con los pecadores, algo tan distinto de la actitud de aquellos fariseos que le llevan a empellones a una adúltera, deseando ver si a Jesús le importa más la ley o la misericordia.
(Ya sabemos que para los fariseos lo más importante era la ley).
Jesús, como si no fuera con Él, escribía con el dedo en la arena.
Cuando le insisten, Jesús levanta la cabeza y dice simplemente: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra”.
Y sigue escribiendo.
San Juan advierte que “ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos”.
Así es la vida… seguramente que los viejos miraron su mochila bien repleta y para evitar complicaciones se esfumaron.
Esto pasa hoy también.
Si se destapa una corrupción, todos salen huyendo como los grillos al destapar una olla.
Y al final ¿qué pasó?  ¡Maravilla! Se salvó la ley.
Se salvó la adúltera y triunfó la misericordia.
Pero no terminó todo así: Jesús da un consejo personal a la pecadora: “tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
*       Que no se nos pase de largo el versículo de aclamación:
“Ahora, oráculo del Señor, convertíos a mí de todo corazón, porque yo soy compasivo y misericordioso”.
Este es el pedido del Señor para cada uno de nosotros. Es el grito litúrgico que escuchamos durante toda la cuaresma y que en este Año Santo nos repite continuamente el Papa Francisco.
Está claro que Jesús es la misericordia del  Padre y que para el arrepentido siempre hay una puerta abierta.
Es la puerta de quien dijo: “Yo soy la Puerta… quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir y encontrará pastos”.
Amigo, busca esa Puerta y no dudes porque está siempre abierta: es el Corazón de Cristo.

José Ignacio Alemany Grau, obispo