APROBADO,
ADMIRADO, ¿Y APEDREADO?
Hoy
la liturgia nos acerca al gran profeta Jeremías.
En realidad se trata de un profeta que,
junto con Isaías, se ganaron el cariño y atención del pueblo de Dios.
Jeremías es un hombre culto, de corazón
tierno que sufrió mucho, precisamente por amar a Dios y estar abierto a Él y al
mismo tiempo por tener que comunicar momentos muy difíciles a Israel.
Las duras profecías fueron sobre todo con
los dirigentes del pueblo de Dios y contra el pueblo mismo.
¿Cómo empezó el llamado de Dios a Jeremías?
Lo leemos hoy:
“Antes de formarte en
el vientre te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te
nombré profeta de las naciones”.
El párrafo siguiente, que no aparece hoy en
nuestra lectura, es bello por la simplicidad del diálogo.
Jeremías dijo: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño”.
A estas palabras humildes, cuenta el mismo
profeta:
“El Señor me contestó: No digas que eres un
niño, pues irás a donde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas
miedo que yo estoy contigo para librarte”.
Después el Señor extendió la mano, tocó la
boca del profeta y le dijo:
“Voy a poner mis
palabras en tu boca”.
Jeremías vivió uno de los momentos
políticos más difíciles de Israel.
Él profetizó el destierro, entre otras
amenazas de Dios, por lo cual padeció mucho, fue perseguido prácticamente
durante toda su vida, haciéndose imagen de Jesús doliente.
Cuando Israel se dio cuenta de que todas
las profecías de Jeremías se habían cumplido, empezó a exaltarlo y lo colocó
entre los profetas más grandes.
La segunda parte de nuestra lectura son
duras palabras del Señor. Con ellas compromete y exige al profeta:
“Ponte en pie y diles
lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de
ellos”.
Las palabras finales de hoy son éstas:
“Lucharán contra ti
pero no te podrán porque yo estoy contigo para librarte”.
Jeremías se ha convertido así en el gran
evangelizador del Antiguo Testamento.
El
salmo responsorial nos invita a confiar en el Señor y a glorificarle poniendo
nuestra confianza en Él:
“A ti, Señor, me
acojo: no quede yo derrotado para siempre… Sé tú mi roca de refugio, el alcázar
donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú”.
El
apóstol San Pablo continúa la enseñanza del domingo anterior a los corintios.
Tomando
el último versículo del capítulo doce:
“Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente”.
“Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente”.
¿Y cuál es este camino?
Después de habernos hablado de tantos
carismas y dones de Dios para la comunidad, San Pablo nos presenta lo que suele
llamarse el himno de la caridad.
Te invito a escucharlo con profundidad y
cariño cuando lo lean en la Santa Misa. Fíjate en la belleza de los detalles
con los que concluye Pablo que, de todos los dones de Dios y esfuerzos que
podamos hacer, lo más importante y que durará para siempre es el Amor.
El
verso aleluyático es el preámbulo de lo que nos va a referir el Evangelio de
San Lucas. Jesús en la sinagoga reconoce públicamente que es el enviado del
Señor para dar la buena noticia:
“El Señor me ha
enviado a dar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la
libertad”.
Si
pasamos al Evangelio, nos vamos a encontrar con algo que es muy familiar
seguramente a todos nosotros.
Hoy nos alaban y mañana las mismas personas
nos maltratan y calumnian, algo así debió pasar en el pueblo de Nazaret,
pequeño y seguramente lleno de chismes.
Jesús se aplica el texto de Isaías que
acaba de leer:
“Y todos le
expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de
sus labios”.
A continuación Lucas nos lleva a una
situación muy difícil que, según algunos exegetas, puede ser tomada de otro
momento histórico. La gente comienza a decir:
“¿No es este el hijo
de José? Y Jesús les dijo:
Sin duda me
recitaréis aquel refrán: “médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí en tu
tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”
Con un par de comparaciones (la viuda de
Sarepta y la curación de Naamán el leproso) les hace ver cómo, en distintos
momentos de la historia, Dios prefirió ayudar a los gentiles y no a los
israelitas.
Todo esto exaspera a la multitud. “Se pusieron furiosos y, levantándose, lo
empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba el
pueblo, con intención de despeñarlo”.
Jesús, por su parte, con su figura
imponente “se abrió paso entre ellos y se
alejaba”.
Sí que da pena que tantas veces Dios quiera
regalarnos con sus maravillas, pero nuestro orgullo, vanidad, envidias y
chismes se lo impiden.
José Ignacio Alemany Grau, obispo