LA CRUZ ANTES DE LA GLORIFICACIÓN
Este domingo nos enseña que la meta del cristianismo es ciertamente la glorificación con Cristo. Pero antes hay que pasar por el sacrifico y la cruz como Él.
Meditemos dos momentos importantes de las lecturas bíblicas de hoy.
Abraham es el hombre amado de Dios y “nuestro padre en la fe”.
Dios lo invitó a formar un gran pueblo.
La promesa le llegó cuando tenía setenta y cinco años, pero se fió de Dios.
Dejó su patria y su clan familiar y se fue rumbo a lo desconocido con su esposa, un sobrino, sus pastores y ganados.
Después de veinticinco años de promesas y más promesas, Dios le da el hijo prometido tantas veces. Ese era el hijo de la esperanza.
Pero llegó un día crucial. Dios llama a Abraham. La respuesta del patriarca es la palabra bíblica de la disponibilidad total que asumieron los grandes santos:
“Aquí estoy”.
Abraham comprende que Dios le pide que sacrifique su hijo.
Se pone en camino hacia el monte Moria.
En el corazón del anciano pelean dos amores. El amor al hijo y su futura descendencia, por un lado, y el amor de Dios por otro.
Pero ya entonces Abraham había llegado a la perfección de la fe. Prefirió a Dios y se dispuso a sacrificar a su hijo y allá van, cuesta arriba padre e hijo.
Este lleva la leña y el padre el cuchillo.
La tradición cristiana acostumbra ver en el pequeño Isaac a Jesucristo subiendo al monte Calvario y en Abraham al Padre Dios que “amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo único”.
Cuando Abraham completa su sacrificio, alzando la mano para victimar a su hijo, la voz de Dios se lo impide. Es suficiente.
Abraham creyó en Dios y se fió de Él y Dios bendijo al anciano y una vez más resonó la gran promesa:
“Juro por mí mismo (Dios no puede jurar por otro más que por sí mismo, porque no hay nadie mayor que Él): por haber hecho esto, por no haberte reservado a tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa…”.
El Evangelio nos presenta la glorificación de Jesucristo en la transfiguración. Es un regalo para los predilectos Pedro, Santiago y Juan.
“Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”… y al evangelista le faltan palabras para describir la escena.
Además se aparecen Elías y Moisés, representantes de los profetas y la ley junto a Jesús, para dar más importancia al momento.
Más aún, la voz del Padre habla mientras el Espíritu Santo cubre la escena, bajo la imagen de una nube: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.
Es un milagro portentoso que dejó desconcertados a los tres y no sabían qué decir.
Pedro, el espontáneo, exclamó:
“Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas. Una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Todo esto fue pasajero. Era como un adelanto para fortalecer la fe de sus apóstoles.
La realidad la manifiesta Jesús mismo con estas palabras:
“No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
También aquí está claro que primero tiene que ser la crucifixión, la muerte y la difamación. Y sólo después llegará la glorificación del Padre resucitando a Jesús y glorificándolo definitivamente con una descendencia mucho mayor que la que Dios prometió a Abraham.
Las promesas de Jesús se harán realidad también en nosotros si somos capaces de llevar adelante los sacrificios que se presentan en esta vida.
Entonces la glorificación de Jesús será también nuestra glorificación resucitando con Él.
Mientras tanto repitamos con el salmo: “caminaré en presencia del Señor”.
José Ignacio Alemany Grau, Obispo