“Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”.
Este estribillo que repetiremos durante el salmo responsorial, refleja el amor grande del pueblo de Dios a su templo y a su Señor.
En realidad el pueblo de Israel, como todos nuestros pueblos, tenía siempre el mismo problema: Fidelidad de Dios por un lado e infidelidad y arrepentimiento por parte del pueblo escogido.
Las lecturas de hoy nos permiten asomarnos a esa fuente de misericordia que es el corazón de Dios. Así se ha manifestado en distintas oportunidades.
Precisamente cuando Dios se define a sí mismo en el encuentro místico entre Moisés y él, dice que es “clemente y rico en misericordia”.
Esta misericordia y bondad aparecen cuando menos lo pensamos.
Testigo de ello es el relato que hoy nos hace el segundo libro de las Crónicas.
Personalmente siempre me preguntaba ¿y cómo se arregló Dios para hacer que los desterrados de Babilonia volvieran otra vez a la tierra prometida?
Pues sí, cuando menos se lo esperaban, resulta que el nuevo rey de Persia, Ciro, cumplió la profecía de Jeremías de una manera inconciente.
En efecto, leemos, “movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino:
“Así habla Ciro el rey de Persia: “El Señor, el rey de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá. Quien de vosotros pertenezca a su pueblo sea Dios con él y suba”.
¿No les parece que esto fue tan inesperado como maravilloso?
A partir de ese momento los judíos que quisieron regresaron a su tierra y reconstruyeron el templo y ciudad de Jerusalén.
Otra gran prueba de la misericordia de Dios con nosotros nos la da San Pablo que escribe a los Efesios estas palabras dignas de meditación:
“Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por el pecado, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con Él…
Pero hay un paréntesis importante porque añade San Pablo: “por pura gracia, por puro regalo, estáis salvados”.
A veces no lo pensamos pero una de las gracias más grandes, posiblemente la mayor que Dios nos ha hecho, es que siendo pecadores y estando en el pecado, Jesús dio la vida para salvarnos.
No mereceremos nunca la salvación. Es pura gracia.
Por su parte San Juan nos lleva a una noche serena de Jerusalén y nos imaginamos a Jesús y al anciano Nicodemo sentados y contemplando, a la luz de la luna, la ciudad de Jerusalén.
Ese tímido seguidor de Cristo, fariseo que temía a sus compañeros, es testigo de la gran manifestación de amor que ha tenido Dios con la humanidad.
Meditemos hoy con mucha atención y gratitud:
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”.
Ese es el regalo de Dios: su propio Hijo.
Él no se encarnó ni entró en este mundo para condenar a nadie. Él vino a ofrecer la salvación a todos.
Es cierto que, a pesar de todo, hay y habrá hombres que prefieren las tinieblas a la luz porque sus obras son malas. Pero nunca podrán decir que Dios los condenó por falta de misericordia.
El juicio de Dios está claro y tenemos que tenerlo muy presente:
“La luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz.
En cambio otros que realizan la verdad se acercan con toda seguridad a la luz, que es Cristo, para que todos vean que sus obras están hechas según Dios”.
Recuerda siempre, amigo, estas preciosas palabras más o menos literales de San Pablo:
“Tú eres obra de Dios. Él te ha creado en Cristo Jesús para que te dediques a hacer las obras buenas que Él mismo nos ha pedido”.
Entonces serás feliz y cantarás eternamente las misericordias del Señor.