Con un poco de imaginación vamos a viajar de la mano de la liturgia de este domingo a un bello jardín donde florecen las obras de Dios.
Ante todo, para tener un jardín, necesitamos un terreno que en el caso es cada corazón. Se necesita también el agua.
Esta agua, según Isaías, es la Palabra de Dios que baja del cielo lo mismo que la lluvia y la nieve que empapan la tierra, la hacen fecunda, hacen germinar todas las semillas y vuelven otra vez, evaporadas, al cielo para repetir su misión de criaturas.
Así como el trigo, que germina en espiga, deja en la mesa del campesino el rico pan, también la Palabra de Dios, que desciende a cada corazón, realiza su misión evangelizadora y transformante en nosotros.
Precisamente el salmo responsorial nos cuenta cómo el Señor cuida la tierra, la riega y la enriquece sin medida. Y así, las acequias de Dios, van llenas de agua que deja mullida la tierra, la fecundan y nos permiten ver sabrosos frutos y verdes pastizales, que sirven de alimento a todas las criaturas.
Pero de todas formas hay un largo periodo de maduración que supone desyerbar… esperar el buen tiempo y la lluvia fecunda. En ese tiempo el campesino sufre a veces verdaderos “dolores de parto” gimiendo sobre todo frente a las tormentas o inundaciones, como hemos visto en los últimos tiempos en tantos países.
Es San Pablo en la carta a los romanos el que nos habla de un triple gemido que viven los que llevan en su seno la semilla que debe florecer y fructificar.
Por un lado gime la tierra sometida a la frustración a causa del pecado del hombre.
Además, “gimen los hombres en su interior aguardando la hora de ser hijos de Dios y la redención de nuestro cuerpo”.
Finalmente enseña San Pablo cómo es el mismo Espíritu quien gime dentro de nosotros, viniendo en ayuda de nuestra debilidad e intercediendo por nosotros con gemidos inefables para que madure la semilla de Dios en nosotros.
Por su parte el Evangelio nos mete de lleno en el gran jardín de Jesucristo aunque aquí el enfoque es distinto ya que la semilla significa la Palabra de Dios; la diversidad del terreno sigue siendo cada corazón.
En efecto, hay corazones que son como el camino en el que al caer la Palabra de Dios vienen los pájaros y se la comen. No producen nada.
El corazón de otros es como el terreno pedregoso y casi sin tierra donde la semilla brota pronto, pero se abrasa apenas sale el sol.
También en el jardín de Jesús hay corazones como la tierra en la que se entrelazan las zarzas, ahogando todo lo que brota entre ellas.
Finalmente, hay terrenos abonados que acogen la Palabra de Dios con las mejores disposiciones y producen toda clase de flores y frutos, unos más que otros, pero todos glorifican al Creador y hacen felices a cuantos se acercan a visitar su jardín.
Aunque, a primera vista, esta parábola de Jesús es tan clara, no lo fue así para los apóstoles. Sin embargo tuvieron la suerte de que el mismo Jesús se la explicara ampliamente e incluso pudiera felicitarlos porque en ellos se cumplen las profecías:
“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”.
En efecto, con Jesús “el desierto floreció”. Y todos oyeron “las maravillas de Dios”.
La lección de hoy vale para nosotros que hemos llegado al mundo en la plenitud de la revelación y podemos conocer perfectamente la palabra que el mismo Jesús nos ha explicado.
Ahora se impone una aplicación que cada uno tiene que hacer y que podríamos concretar en estas preguntas:
- ¿Qué haces con la gracia de Dios que continuamente desciende sobre ti para que puedas florecer e incluso dar fruto para gloria del Padre?
- ¿Tú eres de los que reciben la Palabra con corazón duro de camino o de zarzas que la aprisionan o piedras que la aplastan… o más bien eres el terreno fecundo que produce hasta el ciento por uno?
Recordemos aquellos versos que compuse hace bastantes años y que cantábamos con gozo en las jornadas juveniles:
“Donde Dios te coloque florece y algún día tu fruto será, por María tu Madre del cielo, Cristo vida, camino y verdad”.
José Ignacio Alemany Grau, Obispo