UNA DESPEDIDA QUE LLENA DE GOZO
“Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo.
Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey tocad. Porque Dios es el rey del mundo. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado”.
¿Por qué la Iglesia expresa hoy sentimientos de gozo con este salmo 46?
Nos lo dice San Lucas en el primer capítulo de los Hechos de los apóstoles.
Concretamente se lo dice a Teófilo, nombre que significa “amado de Dios” y que puede referirse a ti o mí.
Jesús resucitado hablaba con sus discípulos que comían con Él y les dijo: “No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre...
Dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo”.
No faltó en ese momento, como siempre, la actitud interesada e ignorante de quienes estaban esperando que, por fin, Jesús fuera un libertador al estilo humano, tan esperado por los israelitas, para liberarse de los romanos.
“Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”
Posiblemente este hablar fuera de foco no le agradó a Jesús porque les contestó: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad”.
Y a continuación concreta Jesús su promesa. Les enviará otro consolador:
“Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo”.
La Iglesia primitiva, guiada por el Espíritu Santo, hizo maravillas. No sólo externas, como el don de lenguas, milagros, etc. sino sobre todo las más importantes, es decir, vivir la fe en Cristo hasta las últimas consecuencias; hasta dar la vida.
Han pasado los siglos y la Iglesia sigue proclamando el Reino con fidelidad.
Hoy como ayer son multitud los cristianos que dan la vida por el Evangelio.
Sin embargo, Juan Pablo II comenzó su encíclica Redemptoris Missio con estas palabras impresionantes: “La misión del Redentor, confiada a la Iglesia, está muy lejos de cumplirse”.
En efecto, podemos decir que más del 80% de los habitantes del mundo no conoce a Jesucristo.
¿No será (al menos en parte) que no somos plenamente concientes de que con el Espíritu Santo que recibimos en el bautismo podríamos hacer mucho más por el Evangelio?
Uno de los pecados (al menos de omisión) que comentemos es no tener conciencia de los dones que hemos recibido de Dios. Nos creemos más pobres de lo que Dios nos ha hecho.
Terminadas las palabras que comentamos, cuenta San Lucas que Jesús comenzó a levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista.
Ellos pensaban que al pasar la nube volverían a verlo pero “dos hombres vestidos de blanco” les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse”.
En la segunda lectura San Pablo enseña a los efesios que el Padre glorificó a Cristo “resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo por encima de todo principado… y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como cabeza sobre todo”.
El Evangelio de este “ciclo A”, pertenece a San Mateo. Él presenta la despedida de Jesús como un envío para todos los suyos con estas palabras: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
San Lucas, a su vez, concluye diciéndonos que los discípulos, después de la ascensión, “volvieron a Jerusalén con gran alegría”.
A primera vista esta conclusión puede llamar la atención. Pensamos que más bien deberían regresar llorando, porque se les había ido su Maestro.
Pero la realidad bíblica nos hace ver siempre que quien recibe algo que vale más que el que lo da, siempre queda feliz, con ese gozo que es uno de los frutos del Espíritu Santo.
Evangelizar es precisamente eso, llevar Dios a quienes no lo tienen para que gocen con una felicidad eterna.
Y la alegría de esta fiesta es saber que Jesús sigue con nosotros hasta el fin del mundo y que el Espíritu Santo conducirá a la Iglesia hasta aquel mismo fin.
José Ignacio Alemany Grau, Obispo