SACRIFICIO, ALIMENTO Y PRESENCIA
“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día”.
En este día del “Cuerpo y Sangre de Cristo” te invito a meditar esas palabras de la antífona de comunión.
Son demasiado serias para pasarlas por alto ya que, según Jesús, nuestra salvación eterna depende de comer la Eucaristía.
Examinemos las lecturas que nos van a ayudar a apreciar, cada vez más, el regalo inimaginable que nos ha hecho el Señor al quedarse con nosotros.
El Deuteronomio nos habla del maná, la comida especial que dio el Señor a los hebreos en pleno desierto.
Según la tradición judía ese maná tenía el sabor de aquello que cada uno deseaba comer en el momento.
A esto hace alusión la pequeña antífona que se reza antes de la oración de bendición con el Santísimo Sacramento:
“Les diste pan del cielo que contiene en sí todo deleite”.
Por su parte, el Deuteronomio añade que “no sólo vive el hombre de pan sino de todo cuanto sale de la boca de Dios”.
Así el maná, símbolo de la Eucaristía, y la Palabra de Dios, son las dos partes fundamentales de la Santa Misa, el doble alimento del Padre Dios para sus hijos.
San Pablo a los corintios les dice que el cáliz que bendecimos es la comunión con la sangre de Cristo y el pan que partimos es la comunión con su cuerpo.
De aquí sacamos una conclusión muy importante para tener en cuenta: todos los que recibimos la Eucaristía formamos un solo cuerpo con Jesús y entre nosotros.
San Pablo nos compromete de esta manera a vivir la fraternidad y nos enseña algo esencial para nuestra vida cristiana. Más aún nos está invitando a hacer un profundo examen de conciencia: ¿cómo podemos vivir tan divididos los que comemos el mismo Cuerpo de Cristo y bebemos su sangre frecuentemente?
Si formamos un mismo cuerpo tenemos que pensar que, nos guste o no, todos nos necesitamos. Así entendemos también que uno que vive separado de Dios, vive separado de la Iglesia y por lo mismo no es digno de recibir la Eucaristía mientras no se purifique; normalmente con una buena confesión.
Evidentemente que, ante tales regalos, no nos queda más que repetir con el salmo responsorial “glorifica al Señor, Jerusalén”, entendiendo por esta ciudad la Jerusalén celestial hacia donde caminamos todos. Es decir, la Jerusalén de la que hablan los últimos capítulos del Apocalipsis.
El Evangelio forma parte del gran capítulo seis de San Juan. Después de haber dado de comer el pan material a la multitud, Jesús, en la sinagoga de Cafarnaún, les ofrece el pan del cielo que es Él mismo que se entrega por nosotros.
Sabemos que este capítulo, hasta el versículo 47 ofrece la vida eterna a los que creen en Jesús. Por ejemplo, en el versículo 40 leemos: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
En cambio, a partir del 48, y por tanto dentro del párrafo de este domingo, Jesús pasa a ofrecer la salvación al que lo come a Él: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Ya sabemos que, hoy como entonces, hay muchas personas a quienes les parece imposible comer el cuerpo de Cristo y ciertamente que sin fe no tiene explicación alguna. Pero no debemos olvidar que lo dijo Jesucristo que es Dios y su Palabra es eterna. Por eso no puede engañarnos de ninguna manera.
Su venida desde el seno del Padre hasta nosotros sólo puede y debe servir para salvarnos a todos y ofrecernos los medios para conseguirlo.
La conclusión de este día es clara: tenemos que aprovechar lo más posible este gran regalo del Señor y si de la Eucaristía depende nuestra salvación, hemos de ser inteligentes para comer y beber la carne y sangre de nuestro Pastor.
Adoremos el gran misterio eucarístico y agradezcamos la riqueza que encierra.
Jesucristo sacerdote, profeta y rey ha querido ser sacrificio, alimento y presencia.
En lugar de sacrificarnos nosotros, que somos sus criaturas, Él se sacrifica por nosotros.
Para fortalecer la vida que nos dio en el bautismo se hace nuestro alimento.
Para cumplir su palabra “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” y no dejarnos solos, como criaturas lejos de su Creador, en la Eucaristía se hace también presencia.
Es esta presencia la que vamos a adorar hoy cuando pasee por nuestras calles en la custodia.
Es el mismo Jesús que permanece silencioso en nuestros sagrarios acompañándonos hasta el fin del mundo.
José Ignacio Alemany Grau, Obispo