30 de junio de 2011

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A


EL CORAZÓN DE JESÚS

Por una feliz coincidencia el Evangelio de la fiesta del Corazón de Jesús y el de este domingo XIV del tiempo ordinario son el mismo párrafo de Mateo 11,25-30.
Unamos en esta reflexión ambas fechas y tengamos en cuenta que la fiesta del Corazón de Jesús tiene, como finalidad especial, orar por la santificación de los sacerdotes.

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Empecemos, pidiendo al Corazón de Cristo, sacerdotes santos para su Iglesia.
En el versículo aleluyático la Iglesia nos invita a glorificar a Dios, con estas palabras de Jesús:
“Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado los secretos del Reino a la gente sencilla”.
El prefacio centra la fiesta del Corazón de Jesucristo, fuente del amor y de los sacramentos, con estas palabras:
“Con amor admirable se entregó por nosotros, y, elevado sobre la cruz, hizo que de la herida de su costado brotaran, con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia: para que así, acercándose al corazón abierto del Salvador, todos puedan beber con gozo de las fuentes de la salvación”.
Estas palabras parecen el eco del desahogo del Corazón de Cristo en aquel día de fiesta: “El que tenga sed venga a mí y beba y torrentes de agua viva brotarán de sus entrañas”.
Ese torrente de agua viva es el agua y la sangre, símbolos de los sacramentos de la Iglesia.
Desde entonces el problema ya no es de Cristo sino nuestro porque todo el que quiera puede beber en abundancia y saciar la sed de amor y felicidad.
En el Deuteronomio leemos estas admirables palabras:
“Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, porque sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor vuestro… os sacó de Egipto con mano fuerte”.
Es el mismo texto bíblico el que enseña “que el Dios fiel mantiene su alianza” pero también invita a pensar que si somos infieles nos espera el rechazo de Dios.
En cuanto a la lectura de la carta del apóstol del amor, San Juan evangelista, se ha escogido para este día uno de los párrafos más bellos sobre el amor. En ella nos advierte que la grandeza del amor no está “en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero”.
Lo que sí aparece claro continuamente en las Escrituras es que “si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros”.
El amor a Dios debe, pues, pasar por el prójimo para ser auténtico.
El regalo grande del Padre a la humanidad ha sido evidentemente Jesucristo y el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones.
También es preciso meditar la definición de Dios que nos da San Juan, al decir por dos veces en este pequeño párrafo que “Dios es amor” y sólo “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”.
El Corazón de Cristo se manifiesta de manera muy especial en la bellísima oración que nos cuenta hoy el Evangelio de San Mateo. Se trata de una de las pocas oraciones que conocemos de Jesús hablando con su Padre.
En ella, después de agradecer al Padre por la sencillez y humildad de los que le siguen, hace la gran invitación: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
Así define Él su propio corazón. ¡Manso y humilde!
Aprendamos que sólo en Él encontraremos nuestro descanso.
Descansar en el pecho del Señor como el bebito en el regazo de su madre o como Juan evangelista en el pecho de Jesús en la última cena, es la mejor forma de aprender a amar escuchando los latidos de “este corazón que ha amado tanto a los hombres”.
Estas palabras de Jesús a Santa Margarita, sin embargo, van acompañadas de una triste respuesta por parte de muchos, pues añade que “no recibe el reconocimiento de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento de amor”.
¡Profundicemos y amemos!

José Ignacio Alemany Grau, Obispo

23 de junio de 2011

EL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (CORPUS CHRISTI), CICLO A

SACRIFICIO, ALIMENTO Y PRESENCIA

“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día”.
En este día del “Cuerpo y Sangre de Cristo” te invito a meditar esas palabras de la antífona de comunión.
Son demasiado serias para pasarlas por alto ya que, según Jesús,  nuestra salvación eterna depende de comer la Eucaristía.
Examinemos las lecturas que nos van a ayudar a apreciar, cada vez más, el regalo inimaginable que nos ha hecho el Señor al quedarse con nosotros.
El Deuteronomio nos habla del maná, la comida especial que dio el Señor a los hebreos en pleno desierto.
Según la tradición judía ese maná tenía el sabor de aquello que cada uno deseaba comer en el momento.
A esto hace alusión la pequeña antífona que se reza antes de la oración de bendición con el Santísimo Sacramento:
“Les diste pan del cielo que contiene en sí todo deleite”.
Por su parte, el Deuteronomio añade que “no sólo vive el hombre de pan sino de todo cuanto sale de la boca de Dios”.
Así el maná, símbolo de la Eucaristía, y la Palabra de Dios, son las dos partes fundamentales de la Santa Misa, el doble alimento del Padre Dios para sus hijos.
San Pablo a los corintios les dice que el cáliz que bendecimos es la comunión con la sangre de Cristo y el pan que partimos es la comunión con su cuerpo.
De aquí sacamos una conclusión muy importante para tener en cuenta: todos los que recibimos la Eucaristía formamos un solo cuerpo con Jesús y entre nosotros.
San Pablo nos compromete de esta manera a vivir la fraternidad y nos enseña algo esencial para nuestra vida cristiana. Más aún nos está invitando a hacer un profundo examen de conciencia: ¿cómo podemos vivir tan divididos los que comemos el mismo Cuerpo de Cristo y bebemos su sangre frecuentemente?
Si formamos un mismo cuerpo tenemos que pensar que, nos guste o no, todos nos necesitamos. Así entendemos también que uno que vive separado de Dios, vive separado de la Iglesia y por lo mismo no es digno de recibir la Eucaristía mientras no se purifique; normalmente con una buena confesión.
Evidentemente que, ante tales regalos, no nos queda más que repetir con el salmo responsorial “glorifica al Señor, Jerusalén”, entendiendo por esta ciudad la Jerusalén celestial hacia donde caminamos todos. Es decir, la Jerusalén de la que hablan los últimos capítulos del Apocalipsis.
El Evangelio forma parte del gran capítulo seis de San Juan. Después de haber dado de comer el pan material a la multitud, Jesús, en la sinagoga de Cafarnaún, les ofrece el pan del cielo que es Él mismo que se entrega por nosotros.
Sabemos que este capítulo, hasta el versículo 47 ofrece la vida eterna a los que creen en Jesús. Por ejemplo, en el versículo 40 leemos: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
En cambio, a partir del 48, y por tanto dentro del párrafo de este domingo, Jesús pasa a ofrecer la salvación al que lo come a Él: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Ya sabemos que, hoy como entonces, hay muchas personas a quienes les parece imposible comer el cuerpo de Cristo y ciertamente que sin fe no tiene explicación alguna. Pero no debemos olvidar que lo dijo Jesucristo que es Dios y su Palabra es eterna. Por eso no puede engañarnos de ninguna manera.
Su venida desde el seno del Padre hasta nosotros sólo puede y debe servir para salvarnos a todos y ofrecernos los medios para conseguirlo.
La conclusión de este día es clara: tenemos que aprovechar lo más posible este gran regalo del Señor y si de la Eucaristía depende nuestra salvación, hemos de ser inteligentes para comer y beber la carne y sangre de nuestro Pastor.
Adoremos el gran misterio eucarístico y agradezcamos la riqueza que encierra.
Jesucristo sacerdote, profeta y rey ha querido ser sacrificio, alimento y presencia.
En lugar de sacrificarnos nosotros, que somos sus criaturas, Él se sacrifica por nosotros.
Para fortalecer la vida que nos dio en el bautismo se hace nuestro alimento.
Para cumplir su palabra “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” y no dejarnos solos, como criaturas lejos de su Creador, en la Eucaristía se hace también presencia.
Es esta presencia la que vamos a adorar hoy cuando pasee por nuestras calles en la custodia.
Es el mismo Jesús que permanece silencioso en nuestros sagrarios acompañándonos hasta el fin del mundo.

José Ignacio Alemany Grau, Obispo

16 de junio de 2011

LA SANTÍSIMA TRINIDAD, CICLO A

EL MAYOR MISTERIO CRISTIANO
Celebramos en este día el misterio más grande del cristianismo.
No faltan personas que digan que no saben nada de la Santísima Trinidad e incluso, cuando se pregunta en los grupos no falta quien diga que ni se acuerda de la Santísima Trinidad ni sabe nada de ella.
Sin embargo, todos ellos se santiguan diariamente más de una vez, repitiendo unas palabras que por sí mismas, ponen en manos de Dios todo lo que ellos hacen en el día:
“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Hoy celebramos este gran misterio. La primera de todas nuestras verdades de fe: que hay un solo Dios y en Él tres Personas distintas.
Comencemos recordando la bella oración del día:
“Dios Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa”.
Profundizando estas palabras, podrás vivir mejor esta gran fiesta litúrgica.
La primera lectura está tomada del Éxodo. Moisés sube al monte Sinaí, llevando dos tablas de piedra, como le había pedido Dios.
Entonces el Señor bajó en la nube y se quedó con él. Moisés tuvo la suerte de escuchar cómo Dios se definía a sí mismo. Una definición que nos llena de esperanza:
“Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”.
Este es nuestro Dios. El único Señor.
El salmo responsorial, por su parte, no puede hacer otra cosa que glorificar al Señor, al Dios de nuestros padres, al único Señor. Por eso repite: “Gloria, alabanza, bendito…”.
San Pablo enseña a los corintios estas palabras que son el saludo más frecuente del sacerdote al comienzo de la santa misa:
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
En el Evangelio leemos la prueba más grande del amor de Dios para con la humanidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”.
Con esta entrega, queda claro lo que Dios busca al darnos a su Hijo: la salvación.
Por otro lado, en la antífona de comunión, san Pablo recuerda a los gálatas: “como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!”. Así descubrimos la bondad infinita del Padre que nos envío su Hijo y su Espíritu Santo.
La meditación más completa, sin embargo, y la que mejor centra la fe en la Santísima Trinidad la encontramos en el prefacio. Leamos y reflexionemos:
“Dios todopoderoso y eterno… que con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona sino tres Personas en una sola naturaleza”.
No se nos manda entender sino aceptar el gran misterio. El único Dios, creador de cuanto existe, no es una persona solitaria o aburrida, sino que es una Trinidad feliz que comparte la única naturaleza, como decimos en el catecismo: Un solo Dios y tres Personas distintas.
“Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción”.
Es importantísimo, por tanto, que entendamos que las características y perfecciones que tiene el Padre son exactamente iguales a las de las otras dos Personas. No hay distinción ni diferencia ninguna entre ellas.
“De modo que al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad”.
Esta última parte del prefacio nos repite una vez más la esencia de nuestra fe: hay un solo Dios y esta única naturaleza la poseen por igual las tres divinas Personas.
Lo más bello del misterio trinitario, para nosotros, es que las tres Personas habitan por la gracia en nuestro interior… “vendremos a él y moraremos en él”.
Terminemos, pues, repitiendo:
“Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.

José Ignacio Alemany Grau, Obispo

9 de junio de 2011

DOMINGO SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS, CICLO A

VEN ESPÍRITU SANTO

“Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos, por su participación en Cristo. Aquel mismo Espíritu, que desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas”.
Estas palabras pertenecen al prefacio de la misa de Pentecostés.
Sabemos que cuando en una fiesta hay un prefacio especial, en él debemos encontrar la esencia del misterio que se celebra ese día.
Esta presencia en el primer Pentecostés llenó del Espíritu Santo a todos los que se encontraban en el cenáculo de Jerusalén, pero no terminó entonces ni el poder del Espíritu ni su efusión sobre la Iglesia de Jesús.
Ellos “quedaron llenos del Espíritu Santo” y nosotros también hemos quedado llenos del mismo Espíritu el día del bautismo, para formar un solo cuerpo y todos “hemos bebido de un solo Espíritu” que es el alma de la Iglesia que Jesús fundó. Además hemos tenido una efusión más intensa en el sacramento de la confirmación.
Ante los signos externos del primer Pentecostés (terremoto, lenguas de fuego, don de lenguas, etc) nos dice San Lucas que todos los que se acercaron al cenáculo “quedaron desconcertados” diciendo: “¿no son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?”.
Esto hacía el Espíritu Santo para que la multitud pudiera conocer su presencia a través de la Iglesia que nacía con los primeros apóstoles.
Antes de seguir adelante te invito a meditar cuál es la obra del Espíritu Santo en ti, no sólo en tu interior sino también hacia afuera para que otros puedan descubrir su presencia en tu vida.
En este día de Pentecostés hay una “secuencia” (es como un poema). En ella podemos ver los diversos títulos que la Iglesia da al Espíritu de Jesús. Transcribo algunos para que puedan ayudarte cuando hagas oración al Espíritu Santo y lo invoques con estos nombres:
“Padre amoroso del pobre”; “Don espléndido”; “Luz que penetra las almas”; “Fuente de consuelo”; “Dulce huésped del alma”; “Descanso de nuestro esfuerzo”; “Brisa en las horas de fuego”; “Gozo que enjuga las lágrimas”; “Divina luz”; “Calor de vida en el hielo”; etc.
Como te decía antes, esta secuencia te da “títulos”  para hablar con el Espíritu Santo y además, si la profundizas tú personalmente, encontrarás una fuente de oración a la tercera Persona Santísima Trinidad.
Pídele siempre que llene tu corazón y que encienda en ti la llama del Amor.
Según San Pablo, todos los dones, ministerios y diversidad de funciones que hay en la Iglesia de Jesús, los produce el mismo Espíritu Santo y todo esto lo hace Él para que cada uno contribuya al bien común del cuerpo de Cristo y así se enriquezca toda la Iglesia.
El Evangelio nos habla de la promesa de Jesús anunciándonos que “cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí”.
Hay algo muy importante que Jesús añade y que es el fruto que produce en nosotros el Espíritu Santo: “vosotros daréis testimonio (de mí) porque desde el principio estáis conmigo”.
Finalmente, Jesús sabe que pronto va a dejar a los suyos para “volver al Padre” y les advierte que le quedan muchas cosas por decir pero, como buen amigo, sabe que sería mucha carga el soltarles todo en ese momento. Por eso les advierte: “cuando venga Él, el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena”. En fin de cuentas, todas las enseñanzas que vienen de una de las tres Divinas Personas son las mismas porque pertenecen al tesoro de la revelación, mediante la cual Dios ha querido que lo conozcamos a Él y que aprendamos el camino para llegar hasta el cielo.
Repitamos hoy muchas veces con la Iglesia: ¡Ven Espíritu Santo!

José Ignacio Alemany Grau, Obispo

2 de junio de 2011

VII DOMINGO DE PASCUA, CICLO A

UNA DESPEDIDA QUE LLENA DE GOZO
 “Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo.
Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey tocad. Porque Dios es el rey del mundo. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado”.
¿Por qué la Iglesia expresa hoy sentimientos de gozo con este salmo 46?
Nos lo dice San Lucas en el primer capítulo de los Hechos de los apóstoles.
Concretamente se lo dice a Teófilo, nombre que significa “amado de Dios” y que puede referirse a ti o mí.
Jesús resucitado hablaba con sus discípulos que comían con Él y les dijo: “No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre...
Dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo”.
No faltó en ese momento, como siempre, la actitud interesada e ignorante de quienes estaban esperando que, por fin, Jesús fuera un libertador al estilo humano, tan esperado por los israelitas, para liberarse de los romanos.
“Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”
Posiblemente este hablar fuera de foco no le agradó a Jesús porque les contestó: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad”.
Y a continuación concreta Jesús su promesa. Les enviará otro consolador:
“Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo”.
La Iglesia primitiva, guiada por el Espíritu Santo, hizo maravillas. No sólo externas, como el don de lenguas, milagros, etc. sino sobre todo las más importantes, es decir, vivir la fe en Cristo hasta las últimas consecuencias; hasta dar la vida.
Han pasado los siglos y la Iglesia sigue proclamando el Reino con fidelidad.
Hoy como ayer son multitud los cristianos que dan la vida por el Evangelio.
Sin embargo, Juan Pablo II comenzó su encíclica Redemptoris Missio con estas palabras impresionantes: “La misión del Redentor, confiada a la Iglesia, está muy lejos de cumplirse”.
En efecto, podemos decir que más del 80% de los habitantes del mundo no conoce a Jesucristo.
¿No será (al menos en parte) que no somos plenamente concientes de que con el Espíritu Santo que recibimos en el bautismo podríamos hacer mucho más por el Evangelio?
Uno de los pecados (al menos de omisión) que comentemos es no tener conciencia de los dones que hemos recibido de Dios. Nos creemos más pobres de lo que Dios nos ha hecho.
Terminadas las palabras que comentamos, cuenta San Lucas que Jesús comenzó a levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista.
Ellos pensaban que al pasar la nube volverían a verlo pero “dos hombres vestidos de blanco” les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse”.
En la segunda lectura San Pablo enseña a los efesios que el Padre glorificó a Cristo “resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo por encima de todo principado… y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como cabeza sobre todo”.
El Evangelio de este “ciclo A”, pertenece a San Mateo. Él presenta la despedida de Jesús como  un envío para todos los suyos con estas palabras: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
San Lucas, a su vez, concluye diciéndonos que los discípulos, después de la ascensión, “volvieron a Jerusalén con gran alegría”.
A primera vista esta conclusión puede llamar la atención. Pensamos que más bien deberían regresar llorando, porque se les había ido su Maestro.
Pero la realidad bíblica nos hace ver siempre que quien recibe algo que vale más que el que lo da, siempre queda feliz, con ese gozo que es uno de los frutos del Espíritu Santo.
Evangelizar es precisamente eso, llevar Dios a quienes no lo tienen para que gocen con una felicidad eterna.
Y la alegría de esta fiesta es saber que Jesús sigue con nosotros hasta el fin del mundo y que el Espíritu Santo conducirá a la Iglesia hasta aquel mismo fin.

José Ignacio Alemany Grau, Obispo