“Con gritos de júbilo
anunciadlo y proclamadlo: el Señor ha redimido a su pueblo”.
El
diácono enseña y bautiza
Los Hechos de los apóstoles nos cuentan
cómo fue expandiéndose la Iglesia en los primeros tiempos. Hoy es un ejemplo de
ello: el diácono Felipe va a Samaría y predica a Cristo.
La multitud se alegra y se bautiza y son
muchos los milagros que abren el camino al Evangelio.
Una vez más se constata cómo la fe trae la
alegría: “la ciudad se llenó de alegría”.
Por otro lado “los apóstoles que estaban en Jerusalén”, al enterarse de la
conversión de los samaritanos, enviaron a Pedro y a Juan para confirmarlos en
la fe: “les imponían las manos y recibían
el Espíritu Santo”.
De esta manera, ya desde el principio nos
encontramos con la diferencia entre el diácono que enseña y bautiza y los
obispos que confirman la fe con la imposición de manos.
Salmo
responsorial 65
Tengamos en cuenta que estamos en plena
liturgia pascual. Por eso la Iglesia nos invita de distintas formas a vivir el
gozo de la resurrección:
“Aclamad al Señor
tierra entera; tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria…
Alegrémonos con Dios
que con su poder gobierna eternamente”.
Dar
razón de la fe
Continuamos leyendo la carta de San Pedro y
hoy nos invita a “glorificar en nuestros
corazones a Cristo el Señor y estar siempre prontos a dar razón de nuestra
esperanza”.
A continuación él mismo nos dice que, en
nuestra evangelización, debemos actuar “con
mansedumbre, respeto y buena conciencia”.
Pienso que todos los católicos debemos
tener conciencia de este pedido de San Pedro y aprender bien el Catecismo de la
Iglesia Católica e ir escrutando continuamente las Escrituras, primero para
cimentar nuestra propia fe y segundo, para evangelizar con eficacia.
Finalmente Pedro, basándose en la misma
actitud de Cristo, nos dice: “mejor es
padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo
el mal”.
Dos
momentos de la última cena
En el Evangelio de hoy nos acompaña San
Juan.
*. El apóstol recoge dos enseñanzas muy
importantes:
1. “Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos”.
A veces pretendemos que algunos cumplan los
mandamientos poco menos que a la fuerza.
No es esto lo que pide el Señor. Obedecer,
si no hay amor, no tiene sentido.
Solo el amor puede motivarnos para cumplir
la voluntad de otro. Y como no hay amor sin libertad, debemos entender que solo
desde la libertad amamos y desde el amor cumplimos. Solo así merecemos.
2. La promesa del Espíritu Santo.
Jesús sabe que Él es el primer consolador,
amigo y protector, enviado por el Padre.
Él nos descubrió los planes de Dios para
salvarnos y pronto se va a ir. ¿Dejará solos a los suyos?
Dentro de ese clima amoroso de la última
cena Jesús les dice con cariño:
“Pediré al Padre que
os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”.
Es la promesa del Espíritu Santo que se
realizará después de la resurrección, el día de Pentecostés.
Esta es precisamente la diferencia que
marca Jesús entre los suyos y el mundo.
Este mundo no puede conocer al Espíritu
Santo “vosotros en cambio lo conocéis
porque vive con vosotros y está con vosotros”.
Jesús no se conforma con esto: les
advierte: “no os dejaré huérfanos,
volveré”.
Esto es lo que había repetido en otro
momento, cuando dijo: “yo estaré con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Qué felices nos sentimos en la Iglesia de
Jesús porque estamos seguros de la compañía diaria del Espíritu Santo y de
Jesús mismo, que es Dios. Por esto tenemos la seguridad de que el Padre también
camina con nosotros ya que las tres Personas son inseparables.
De ahí que nuestro párrafo de hoy termine
diciendo:
“El que acepta mis
mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo
también lo amaré y me revelaré a él”.
Preciosa invitación que nos lleva a
profundizar en el misterio trinitario.
Vendremos
a Él
Quedémonos en este domingo con esta idea
del verso aleluyático que nos habla, una vez más sobre la presencia o
inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestros corazones:
“El que me ama
guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo