Reflexión homilética para este XII domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C
La
liturgia de hoy nos presenta a Zacarías que nos ofrece una de las profecías
mesiánicas.
Examinemos un poco por qué se llama
mesiánica.
Es el apóstol San Juan (19,37) quien nos
indica que estas palabras se refieren a Jesús crucificado y muerto, recalcando como
no lo hace en ningún otro lugar, que él es testigo verídico de lo que cuenta.
Veamos.
Zacarías dice:
“Derramaré sobre la
dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y
de clemencia”. “Me mirarán a mí a quien traspasaron”.
San Juan, por su parte, nos presenta a
Jesús crucificado a quien al morir no rompen ningún hueso (es bueno recordar
que el cordero pascual era imagen de Cristo y aquel cordero se comía sin
quebrarle ningún hueso).
Ahora Juan continúa: “Un soldado con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre
y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero y él sabe que
dice verdad para que vosotros también creáis. Esto ocurrió para que se
cumpliera la Escritura: no le quebrarán un hueso; y en otro lugar la Escritura
dice: mirarán al que traspasaron”, que es lo que profetizó Zacarías.
El profeta añade también que: “aquel día se alumbrará un manantial”.
Si volvemos a Juan, él nos dice que “al punto salió sangre y agua”, del
costado de Cristo.
Sabemos también que aquella sangre y agua
representan los sacramentos, que son la fuente de la que brotan sobre todo el
bautismo y la Eucaristía.
El
salmo responsorial (62) nos habla del alma sedienta de Dios. Repetiremos varias
veces:
“Mi alma está
sedienta de ti, Señor, Dios mío”.
Y añadiremos:
“Mi carne tiene ansia
de ti como tierra reseca agostada, sin agua”.
Dios sacia de distintas formas esta sed que
siente el alma creada por Dios y para Él.
El Señor en concreto sacia el corazón
humano con el agua que brotó del costado de Cristo que es la fuente inagotable
que Dios profetizó para su pueblo.
El emplear la comparación de la necesidad
del agua que tiene el hombre, con su necesidad de Dios, nos ayuda a entender
cuánto necesitamos del Creador para ser felices.
La
segunda lectura de Pablo a los gálatas nos habla también de la necesidad que
tenemos de esa agua viva.
Es el bautismo el que nos hace hijos de
Dios al incorporarnos a Cristo. En efecto, esa agua bendita del bautismo, al
hacernos hijos de Dios, nos hace hermanos entre nosotros sin ningún tipo de
distinción: “judíos y gentiles, esclavos
y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús”.
Todos
nosotros, unidos por el bautismo, formamos un cuerpo místico, una iglesia, un
rebaño.
Cada uno, cada oveja en la comparación de
Jesús, conoce al Buen Pastor. Y Él nos conoce y nosotros lo seguimos.
Esta es la unidad de cada oveja con su Pastor
que nos recuerda el versículo aleluyático.
Buen día para ver si de verdad, en medio de
las excentricidades de este mundo, conocemos y seguimos a Jesús que es “el camino, la verdad y la vida”. El
único que puede crear la felicidad que todos buscamos.
El
Evangelio nos presenta distintas escenas que les invito a pensar:
* “Una
vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de los discípulos…”
Hay que resaltar este hecho porque Jesús, cada
vez que hacía algo importante en su vida, primero hacía oración especial
comunicándose con su Padre.
* Se vuelve luego a los discípulos y les
pregunta: “¿quién dice la gente que soy
yo?”
El relato de Lucas es más breve que el de
Mateo, pero aparece lo fundamental:
“Pedro toma la
palabra y dice: ¡el Mesías de Dios!”
* Conviene resaltar que “Jesús les prohibió terminantemente
decírselo a nadie”.
El Señor pide que se guarde en secreto esta
revelación, como dirá en otro momento, hasta después que resucite de entre los
muertos.
* En ese ambiente de confianza, solo con
sus discípulos, Jesús les descubre su propio futuro: “Tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos
sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
No podemos conocer la reacción de los
apóstoles en esos momentos, aunque San Marcos, como meditamos otro día, sí nos
hace ver que no fueron capaces de asimilar el hecho de que ese Cristo, que era
el Mesías de Dios, pudiera terminar en una cruz.
* Aunque parece a primera vista que no
viene a cuento, lo último del Evangelio de hoy nos hace ver cómo sólo siguiendo
el camino del Maestro llegaremos a la felicidad eterna con Él:
“El que quiera
seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y se venga
conmigo”.
No lo olvidemos, la cruz, como Cristo, pero
siempre con Cristo.
José Ignacio Alemany Grau, obispo