Reflexión homilética para este XI domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C
En
las últimas elecciones hemos podido descubrir la presión que sobre nuestra Patria
quieren hacer los movimientos más destructores que han pasado por la humanidad.
Lamentablemente
poco a poco nos han ido quitando la sensibilidad y ya muchos van aceptando como
normales los peores pecados de la historia:
El
aborto, la eutanasia, la ideología de género, etc.
Por
encima de todo esto, como nos repite el Papa Francisco, está la misericordia
del Señor, pero esto no significa que no sean graves, ¡y muy graves! los
pecados de nuestra sociedad, sino que significa que Dios y su misericordia son
mucho más grandes que los peores pecados. Dios siempre perdona.
Por
aquí va la reflexión de este domingo.
En el libro segundo de Samuel el
profeta Natán, después de haberle contado a David la parábola del rico que
mandó matar la única oveja del pobre, para comerla con sus huéspedes, añadió:
“Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te
entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos… y por si es poco,
pienso darte otro tanto”.
Esta
era la verdad del pobre David que había caído tan hondo en su pecado.
Por
eso el profeta continúa echándole en cara: “¿Por
qué has despreciado tú la Palabra del Señor…? Mataste a espada a Urías el
hitita y te quedaste con su mujer”.
Ese
era el grave pecado de David que, arrepentido sinceramente, gritó:
“¡He pecado contra el Señor!”
Natán
añadió:
“El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás”.
Esa
es la respuesta rápida de la misericordia de Dios cuando somos sinceros en el
arrepentimiento.
El salmo responsorial (31) nos invita a
nosotros que somos pecadores a repetir estas palabras: “Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado”.
Y
luego meditamos:
“Dichoso el que está absuelto de su culpa… Había pecado, lo
reconocí. No te encubrí mi delito; propuse: confesaré al Señor mi culpa…
Tú eres mi refugio, me libras del peligro. Alegraos justos y
gozaos con el Señor”.
San Pablo en su carta a los gálatas nos
da a conocer una vez más la importancia de la gracia de Cristo que nos ha
justificado.
No
son las obras de la ley del Antiguo Testamento las que nos purifican sino
únicamente Jesucristo y la gracia que Él nos ha merecido.
También
encontramos en este párrafo la hermosa frase: “estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien
vive en mí”.
Con
estas palabras nos advierte que la vida de Cristo que recibimos en el bautismo
va creciendo en las personas que actúan inspiradas por el amor.
Éste es el verso aleluyático:
“Dios nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de
propiciación por nuestros pecados”.
Como
ven, las enseñanzas litúrgicas de hoy nos invitan a meditar en el perdón y
misericordia de Dios.
Pero de manera especial encontramos
este perdón de Jesús a los pecadores, en este relato de Lucas.
Resulta
que un fariseo adinerado invitó a Jesús a su casa para darle una cena y así
llamar la atención de la gente.
Una
mujer pecadora de la ciudad se enteró y llegó con un frasco de perfume y
colocándose detrás de Jesús, junto a sus pies, los regaba con sus lágrimas, los
enjugaba con sus cabellos, los besaba y ungía con el perfume.
El
fariseo se molestó y en su interior pensaba qué tipo de profeta era Jesús que
permitía que una pecadora como ésta lo tocara.
Jesús,
adivinando el pensamiento del fariseo, le cuenta una pequeña parábola:
Un
señor tenía dos deudores. Uno le debía quinientos y otro cincuenta denarios.
Como no tenían con qué pagar, perdonó a los dos. La pregunta de Jesús al
concluir, fue ésta: ¿Cuál de los dos perdonados lo amará más?
La
respuesta no se hizo esperar: “supongo
que aquel al que perdonó más”.
Jesús,
valientemente, deja en ridículo a Simón y alaba a la mujer, comparándolos:
La
mujer lava sus pies con lágrimas, los enjuga con su cabello, los besa y los
unge con perfume.
En
cambio el fariseo lo recibió sin cumplir las normas de urbanidad comunes en su
pueblo.
Ni
le besó al entrar, ni le lavó los pies, ni le ungió la cabeza…
Jesús,
después de todo esto, le dice a la mujer:
“Tus pecados están perdonados”.
Todos
se extrañan pero Jesús completa: “Tu fe
te ha salvado. Vete en paz”.
Así
perdona el Señor cuando hay un corazón sinceramente arrepentido. Aunque no haya
palabras.
Al
final del relato San Lucas nos presenta a Jesús evangelizando de ciudad en
ciudad, acompañado por los doce y
algunas mujeres, entre las cuales estaba otra gran perdonada, María
Magdalena “de la que habían salido siete
demonios”.
Aprovechemos
este domingo, dentro del Año Santo para acercarnos a Jesús y pedirle misericordia
por nuestros pecados.
José
Ignacio Alemany Grau, obispo