Reflexión homilética para el VI Domingo de Pascua, ciclo C
Hoy
los Hechos de los apóstoles nos presentan el esfuerzo misionero de la Iglesia
primitiva para evangelizar.
Los protagonistas son Pablo y Bernabé que
hacen un largo recorrido.
Es bueno conocer el tema de su predicación.
Insisten sobre todo en que “perseveren en la fe” y en hacerles ver
que, como prometió Jesús, “hay que pasar
mucho para entrar en el Reino de Dios”.
Es lo de siempre; nos cuesta reconocerlo, pero
el camino de Jesús y de nosotros, que somos los suyos, es siempre la cruz.
¿Qué hacían Pablo y Bernabé en las iglesias
que visitaban?
Nombraban presbíteros, oraban, ayunaban y
los dejaban en las manos de Dios.
Otra hermosa enseñanza es que al regresar a
Antioquía, comunidad de la que habían salido a la misión, “reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio
de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe”.
Compartir las maravillas que Dios hace con
los misioneros es importante para ellos mismos y para los que quedaron en
oración.
Tengamos en cuenta que siempre la que
evangeliza es toda la comunidad.
Continuamos
con el Apocalipsis.
Después de contar todas las luchas entre el
bien y el mal, hoy la liturgia nos ofrece la novedad ya definitiva.
El mar, morada de la serpiente y símbolo
del mal desapareció, lo mismo que la Babilonia llena de pecado.
El Cordero, Jesús, triunfó y la Esposa le
sale al encuentro.
El párrafo nos dice:
“Vi un cielo nuevo y
una tierra nueva”.
Se acabó el tiempo de la lucha y del dolor y llega la nueva Jerusalén. Es la
“Esposa” que personifica a la Iglesia. Viene bellísima para agradar a Cristo el
Esposo.
¿Qué sucederá entonces?
“Esta es la morada de
Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará
con ellos y será su Dios.
Enjugará las lágrimas
de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor porque el primer
mundo ha pasado”.
Y Dios hace una alianza nueva y definitiva.
Por eso “el que estaba sentado en el
trono dijo: Todo lo hago nuevo”.
No olvidemos que la novedad, que tanto nos
gusta a todos, es característica de la grandeza de Dios.
El
salmo responsorial
Con el salmo 144 alabamos a la Santísima
Trinidad, tanto por las maravillas de la misión de Pablo y Bernabé, como por la
seguridad que nos da el Apocalipsis sobre la glorificación de la Iglesia:
“Bendeciré tu nombre
por siempre jamás, Dios mío mi Rey”.
Una vez más unámonos al gran pensamiento de
este Año Santo de la Misericordia y pensemos en la definición que tantas veces
Dios da de sí mismo en el Antiguo Testamento:
“El Señor es clemente
y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con
todos, es cariñoso con todas sus criaturas”.
El
aleluya nos recuerda el “nuevo mandamiento” que viene a unirse a la novedad del
Reino de Dios donde todas las cosas son nuevas.
Lógicamente, el amor que es el motor de los
humanos, también tiene que ser nuevo. Ya no es el del Antiguo Testamento “amar al prójimo como a ti mismo” sino
que trae la novedad que ha puesto Jesús: “como
yo os he amado”.
Desde ahora Jesucristo es la medida del
amor entre sus discípulos.
El
Evangelio nos lleva a la última cena, pero no se trata de anunciarnos la muerte
y el sufrimiento sino para que nos fijemos en la glorificación que pide el
mismo Jesucristo al Padre.
En el momento que sale Judas cargando en
las entrañas la noche de su pecado, el corazón de Cristo se esponja y nos habla,
aunque brevemente, de dos temas:
-
La
glorificación de Jesús: “ahora es
glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en Él”.
Se trata de la misma glorificación
que Jesús pidió al Padre en el capítulo 17, comenzando así la oración
sacerdotal: “Padre, glorifica a tu Hijo”.
-
Luego
añade: “hijos míos me queda poco tiempo
de estar con vosotros”.
Lo que sigue lo presenta Jesús como su gran
testamento y por eso lo llama “un
mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos
también entre vosotros”.
No olvidemos nunca que mientras no
cumplamos este mandamiento, la gente no podrá reconocernos como discípulos de
Jesús.
No podrán conocer a Jesús como Señor.
¿Cuándo estrenaremos de verdad y todos como
comunidad este mandamiento?
José Ignacio Alemany Grau, obispo