EL EMBRUJO DE UN LAGO
¿Quién no ha cantado con Garabáin, celoso
sacerdote:
“Junto al mar Jesús enseñaba, sus palabras
pájaros de luz, de su boca alegres volaban entre lirios bajo el cielo azul…”?
¿Qué tiene el lago de Genesaret?
Yo no sé, pero siempre que hemos
peregrinado a Tierra Santa, al llegar al lago, la gente se carga de sentimiento
y las lágrimas han sido frecuentes:
Creo que cada vez sueñan completando lo que
ven con lo que conocen del Evangelio:
El lago sereno, con pequeñas ondulaciones
que no llegan a ser olas, la poca arena fina, la hierba verde y los árboles…
Sin
más oímos a Jesús que dice a Pedro:
Quiero hablar desde tu barca para que me
oigan mejor.
La gente calla. Jesús se sienta y su voz
serena y timbrada comienza a hablar del Reino.
Todos oyen una invitación a convertirse
para entrar en el Reino.
Serenidad, paz, amor y trinos de pájaros.
Pedro es el más feliz porque Jesús está en
su barca, pero se espanta cuando el Maestro le dice esas palabras que san Juan
Pablo II repitió tantas veces invitándonos a la misión:
“¡Duc in altum!”:
“¡Rema mar adentro!”
Pedro le advierte:
Señor, de esto yo sé más que tú: “Maestro nos hemos pasado la noche bregando
y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”.
Salen a pescar y traen multitud de peces
que llenan dos barcas.
Pedro se asusta y humildemente dice a
Jesús:
“Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.
Fíjate que la primera vez Pedro le llama
Maestro y la segunda le da el título de Señor, que se refiere a Dios.
Y Jesús a todos los que vamos al lago de
Genesaret nos repite:
“No teman, desde
ahora serán pescadores de hombres”.
Y todos volvemos al ómnibus, impresionados,
por el embrujo del lago de Generaset.
En
esta primera etapa de su vida pública que nos cuenta San Lucas, Jesús va
descubriendo los apóstoles y discípulos que van a seguir su obra
evangelizadora.
Paralelamente a esta búsqueda de Jesús la
liturgia nos presentó la semana anterior la vocación de Jeremías y hoy la
vocación de Isaías:
El profeta tiene una visión impresionante
que le asusta.
Pero a nosotros nos recuerdan las palabras
que rezamos después del prefacio:
“¡Santo, santo,
santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!... y temblaban
los umbrales de la puerta al clamor de su voz y el templo estaba lleno de
humo”.
Isaías, asustado, comenzó a gritar:
“¡Ay de mí, estoy
perdido! ¡Yo, hombre de labios impuros!”
Como respuesta a este acto de humildad un
ser celestial toca sus labios con un carbón encendido y le dice:
“Esto ha tocado tus
labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado”.
El profeta, purificado y fortalecido, se
pone a disposición de Dios que busca a quien enviar y le dice:
“Aquí estoy,
mándame”.
Esta es la disposición y respuesta de la
criatura, llamada por Dios para continuar su obra. Lo veremos también hoy en el
Evangelio.
Salmo
137: es un himno de acción de gracias por la ayuda divina.
Mientras lo rezas, recuerda cuántos regalos
te ha hecho Dios desde que eras pequeño:
Enumera. Goza. Agradece. Repite:
“Te doy gracias,
Señor, de todo corazón porque escuchaste las palabras de mi boca”.
Termina diciendo confiado:
“El Señor completará
sus favores conmigo”.
Dos
veces habla Pablo de la “Tradición” de manera expresa y muy especial. La
primera es refiriéndose a la Eucaristía. Busca en la Biblia y medita 1Co
11,23ss:
“Porque yo he
recibido una Tradición…”
Hoy, en la misma carta, leemos (15,1-11):
“Lo primero que yo os
transmití tal como lo había recibido fue esto: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día,
según las Escrituras”.
Esto es importante porque aclara que la
revelación divina nos viene por la Biblia y la Tradición.
Más aún. Primero (como en este caso) fue la
Tradición, los hechos transmitidos de palabra, y luego se recogieron las
verdades y hechos y se escribieron en la Biblia.
En estos dos casos tan importantes,
Eucaristía y Resurrección, Pablo los recibe de palabra y al escribirlo en sus
cartas, quedan para nosotros en la Biblia.
Terminemos esta reflexión agradeciendo al
Vaticano II que nos enseña:
“La Tradición y la Escritura están
estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en el
mismo caudal y corren hacia el mismo fin”: el conocimiento de Dios.
José Ignacio Alemany Grau, obispo