SIERVOS Y NO CAUDILLOS
El
mundo de hoy, y de siempre, es como un campo de batalla entre el bien y el mal,
los justos y los pecadores.
La
bondad del justo, su paciencia y fidelidad exaspera a los “malvados”. No los
pueden soportar y de una manera irracional buscan acabar con ellos. ¿Por qué?
Nos
lo dice hoy el libro de la Sabiduría. Examinemos:
Pero
vengarse de qué:
“Acechemos al justo que nos
resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros
pecados, nos reprende nuestra educación errada. Veamos si sus palabras son
verdaderas”.
Y
todavía burlándose de que Dios lo va a auxiliar continúa:
“Lo someteremos a la prueba
de la afrenta y la tortura para comprobar su moderación y apreciar su
paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se
ocupa de él”.
Así
actuaron los malvados con los profetas, con el Siervo del Señor, como
recordamos el domingo anterior y con la Iglesia a través de los siglos, como lo
vemos en nuestros días.
¿Has
pensado cuál es el daño que hace la Iglesia a quienes la persiguen de tantas
formas e incluso hasta con los ejércitos?
La
Escritura nos invita a la esperanza porque Dios no abandona a los suyos.
Leamos:
“Los malvados desconocen los
misterios de Dios, no esperan el premio de la santidad, ni creen en la recompensa de una vida
intachable” (Sb 2,22).
Precisamente
porque esto es así, los justos mueren confiando en Dios y perdonando a los
malvados:
-
“Padre, perdónalos… en tus manos encomiendo
mi espíritu”.
-
“¡Viva
Cristo Rey!”
-
“¡Jesús,
ayúdanos!”
El
salmo 53 es la oración de los perseguidos ayer y hoy.
Recémoslo
en nombre propio y de nuestros hermanos perseguidos:
“Oh Dios, sálvame por tu
nombre, sal por mí con tu poder.
Oh Dios, escucha mi súplica,
atiende a mis palabras.
Porque unos insolentes se
alzan contra mí y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a
Dios”.
Por
encima de todo, está la invitación a la confianza: Dios es mi auxilio, el Señor
sostiene mi vida.
Santiago,
por su parte, nos presenta cómo es la sabiduría de justos y malvados.
Podemos
pensar que la sabiduría de los apóstoles antes de Pentecostés era la de los
versículos 14 y 15:
“Si en vuestro corazón tenéis
envidia amarga y rivalidad… ésa no es la sabiduría que baja de lo alto sino la
terrena, animal y diabólica”.
Por
eso discutían en el camino sobre quién sería el más importante, como veremos en
el Evangelio.
La
sabiduría de Jesús y de los suyos, en cambio, “es pura… es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de
misericordia y buenas obras, constante, sincera”.
Santiago
continúa describiendo la lucha en que viven los malvados.
El
próximo domingo nos dará una lección más fuerte.
Recemos
para que Dios nos ayude a descubrir que no vale la pena ser caudillos porque, a
la larga, triunfan los sencillos y los humildes.
Pero
recemos bien para que no nos suceda lo que dice Santiago:
“No tenéis porque no pedís.
Pedís y no recibís, porque pedís mal para dar satisfacción a vuestras
pasiones”.
El
Evangelio de Marcos nos presenta el segundo anuncio de la pasión de Jesús.
Veamos unos detalles:
*
“Jesús iba instruyendo a sus discípulos”:
Eran
los tiempos lindos de aquella primera y única comunidad que formó Jesús.
*
Les decía:
“El hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres
días, resucitará”.
Otra
vez les repite que Él ha escogido el camino del Siervo del Señor para
redimirnos.
*
Los apóstoles no entienden. No pueden entender porque ellos llevan en la cabeza
y en el corazón la imagen del Mesías, caudillo y libertador, tal como pensaban
entonces los judíos…
Lógicamente
lo que iban hablando por el camino era qué puesto tendría cada uno en ese
“imperio”.
*
Jesús les explica que para Él no hay más que un camino frente al orgullo y al
poder que es la sencillez y humildad del niño que se fía de su padre.
*
“Y acercando a un niño, lo puso en medio
de ellos, lo abrazó y les dijo:
El que acoge a un niño como
este en mi nombre me acoge a mí… y al que me ha enviado”.
Si
quieres ser fuerte, amigo, adopta la debilidad del niño para tener la fortaleza
de Dios.
José Ignacio Alemany Grau, obispo