UN
PEDIDO A MEDIAS
La
liturgia de hoy nos lleva por el mar.
El salmo responsorial dice: “entraron en naves por el mar comerciando
por las aguas inmensas. Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el
océano.
Él habló y levantó un viento
tormentoso que alzaba las olas a lo alto. Subían al cielo, bajaban al abismo,
el estómago revuelto por el mareo. Pero gritaron al Señor en su angustia y los
arrancó de la tribulación”.
Este pasaje del salmo 106 nos hace entrar
en el Evangelio del día.
Claro
que las maravillas y la inmensidad del océano no son precisamente iguales a las
del humilde lago de Genesaret. Pero de todas formas, en momentos especiales de tormenta,
tiene un oleaje que ponía en peligro las pequeñas embarcaciones de aquel
tiempo.
Aquel
día, nos cuenta San Marcos, Jesús dijo a los apóstoles al atardecer:
-
“Vamos a la otra orilla”.
Seguro
que Jesús estaba un tanto cansado de su trabajo apostólico y de la cantidad de
gente que continuamente lo buscaba pidiendo milagros que se durmió en la barca.
San
Marcos cuenta que “se levantó un fuerte
huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla”.
Hace
unos años, en tiempos del sufrido Papa Benedicto, no faltaron algunas personas
que corrieron como una especie de noticia, que la Iglesia de Jesús “hacía agua
y que iba a naufragar”.
Lamentablemente
estas personas lo decían casi con el deseo de que fuera realidad. Pero no ha
sido así y una vez más se han cumplido las palabras de Jesús: “las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella”.
Es
cierto que a lo largo de la historia, la Iglesia de Jesús ha tenido muchos
problemas surgidos dentro de ella misma y también por parte de sus
perseguidores. Pero Jesús no la abandonará nunca.
Volviendo
a San Marcos, nos dice que Jesús estaba tranquilo “a popa, dormido sobre un almohadón”.
Entonces
los discípulos lo despiertan con un grito desesperado: “¡¿Maestro, no te
importa que nos hundamos?!”
No
sabemos si fue con mucha o con poca fe. Quizá querían su ayuda para sacar el agua
de la barca o que compartiera el mal momento con ellos, o quizá como le habían
visto hacer milagros pensaron que podría hacer uno.
Entonces
Jesús “se puso en pie, increpó al viento
y dijo al lago ¡silencio, cállate!”
El
resultado fue instantáneo:
“El viento cesó y vino una
gran calma”.
Jesús
les dijo: “¿por qué sois tan cobardes?
¿Aún no tenéis fe?”
Seguramente
que Jesús, pensando que los suyos habían visto tantos milagros, podían tener fe
en que los libraría del peligro.
Sin
embargo, la reacción fue totalmente distinta porque Marcos, el de los detalles
pintorescos, dice que se decían unos a otros: “¿pero quién es éste? Hasta el viento y las aguas le obedecen”.
Con
la Iglesia de Jesús sucede lo mismo.
Mientras hay personas de fe profunda que saben que Jesús siempre está en la
barca de la Iglesia, hay otros que dudan de la Iglesia, de la barca y de Jesús.
Pienso
que nuestra respuesta personal al recordar este milagro de la vida de Jesús
debería ser un firme acto de fe en Él y en la Palabra que dio a la Iglesia,
prometiendo que Él la acompañará hasta el fin del mundo.
Si
tenemos fe (y la Iglesia nos invita a renovarla una vez más con el salmo
responsorial) le diremos al Señor, en medio de las dificultades: “Dad gracias al Señor porque es eterna su misericordia”.
El libro de Job, por su parte, de una
manera altamente poética, nos habla de cómo Dios es el dueño del mar, Él lo
creó y le puso sus límites, como único Señor.
Cuando
la liturgia nos presenta hoy este párrafo es sin duda para que recordemos que
Jesús, por ser Dios, manifestó en esos momentos su dominio sobre el mar.
Por su parte, San Pablo, nos habla del tiempo en que no conocía a
Cristo por la fe sino según la carne, por lo cual lo persiguió en su Iglesia.
En
cambio, al conocerlo por la fe, se considera criatura nueva y de la misma
manera ve a todos los que se encuentran con Cristo.
Descubierto
Jesús es preciso vivir para Él y no para sí mismo.
Jesús
nos toma el corazón y su amor nos impulsa, “nos
apremia” a evangelizar como agradecimiento porque dio la vida por nosotros
para salvarnos.
Terminemos
pensando que también cada uno de nosotros debemos ser una criatura nueva.
Dejemos
atrás nuestros errores y pecados y entreguémonos del todo a Jesús.
“Lo antiguo ha pasado lo
nuevo ha comenzado”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo