FIESTA DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO
Hay
personas que van con mucha ilusión a visitar el Santísimo Sacramento, incluso
pasan tiempos largos de adoración.
Otros
en cambio, ni saben el porqué de esas capillas construidas con tanto cariño
para la adoración de la Hostia consagrada.
¿Por
qué esos tiempos de adoración?
¿Por
qué esa alegría de estar con Jesús y por qué esa ignorante indiferencia?
Lamentablemente
la ignorancia es el problema más grave de los católicos.
Evidentemente
que no es maldad pero sí es, muchas veces, falta de interés por conocer la fe
que profesamos.
Jesús
cuando celebró la última cena lo hizo para ser nuestro alimento pero también
nuestro compañero.
Además
también para ser la víctima que toda criatura debe ofrecer a su Creador.
La
fe en esta presencia real de Jesús en la Hostia Santa, con su cuerpo, sangre,
alma y divinidad, es lo que constituye el motivo de la fiesta del Cuerpo y
Sangre de Cristo.
El prefacio de hoy nos enseña que “Jesús,
al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como
víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya.
Su
carne, inmolada por nosotros, es alimento que
nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos
purifica”.
Si
profundizas estas palabras descubrirás el misterio eucarístico.
Vayamos
ahora a las enseñanzas de los otros textos.
El Éxodo nos presenta a Moisés que puso por
escrito las palabras que el Señor le había revelado.
Después
edificó un altar en la falda del monte y doce estelas por las doce tribus de
Israel.
Y
después de sacrificar distintos animales “tomó
la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre
el altar. Después tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al
pueblo, el cual respondió: “haremos todo lo que manda el Señor y le
obedeceremos”.
Tomó Moisés la sangre y roció
al pueblo, diciendo: ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con
vosotros, sobre todos estos mandatos”.
Como
ves aquí se habla de la sangre de la alianza que es el símbolo de la sangre que
Cristo nos dejará como alianza nueva.
El salmo responsorial (115) repite esta
frase que nos recuerda también el cáliz consagrado en la Santa Misa: “Alzaré la copa de la salvación invocando el
nombre del Señor”.
También
nosotros, con el salmo, nos podemos preguntar: “¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?... Te ofreceré un
sacrificio de alabanza invocando tu nombre Señor”.
La carta a los Hebreos nos presenta a Jesús
como el Sumo sacerdote de los bienes definitivos que no tiene las limitaciones
de los sacerdotes del Antiguo Testamento.
El
autor de la carta nos enseña que si con la sangre de los machos cabríos y el rociar
con las cenizas de una becerra, lo aceptaba Dios como una pequeña purificación,
ahora la “sangre de Cristo que en virtud
del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá
purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del
Dios vivo”.
Y
saca la conclusión: por esta razón es Mediador de una alianza nueva: su muerte
nos ha redimido de los pecados cometidos.
El verso aleluyático nos recuerda estas
palabras del famoso capítulo 6 de San Juan en que Jesús se nos presenta como el
pan de vida, que nos alimenta y nos regala la eternidad:
“Yo soy el pan vivo que ha
bajado del cielo; el que coma de este vivirá para siempre”.
El Evangelio de hoy es el de San Marcos que
en el capítulo 14 nos habla de la última cena:
“Mientras comían, Jesús tomó
un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:
-
“Tomad, esto es mi cuerpo.”
Como
ves, aquí nos presenta el evangelista la consagración del pan, cuyo memorial
celebramos cada vez que realizamos la eucaristía. Conviene saber que en
realidad el texto de la consagración en la Santa Misa está tomado
fundamentalmente del capítulo 11 de la primera carta de San Pablo a los
Corintios.
San
Marcos continúa:
“Y
les dijo:
-
“Esta es mi sangre, sangre de la alianza
derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid
hasta el día que beba del vino nuevo en el Reino de Dios”.
De
esta manera, en este día recordamos el misterio eucarístico que con tanto
cariño conserva la Iglesia, renovando así la presencia de Jesús día a día en
nuestros altares.
Este
renovar el memorial, es decir, hacer presente de nuevo la conversión del pan y
el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo hace la Iglesia en virtud del
mandato de Jesús que nos recuerda San Pablo:
“Haced esto en memoria mía”.
Hoy
es un día muy hermoso para todos los que amamos a Jesús. Recibámoslo con fe en
la Santa Misa.
Procuremos
acompañarlo en la procesión haciendo público nuestro compromiso y visitémoslo
frecuentemente en los sagrarios donde se ha quedado como compañero nuestro.
José Ignacio Alemany Grau, obispo