MI AMIGO TENÍA UNA VIÑA
Varios domingos venimos hablando de la viña, guiados por el evangelista san Mateo.
Hoy la liturgia nos presenta expresamente el cántico de la viña al que aludimos el domingo anterior.
De todas formas será bueno que completemos algunos detalles preliminares.
La historia del vino comienza con el Génesis (9,20): “Noé era agricultor y fue el primero en plantar una viña. Bebió del vino, se emborrachó”.
Conocemos también la admiración que causó en el pueblo hebreo, camino a la tierra prometida, la llegada de los exploradores que, “llegados al valle del racimo, cortaron un ramo con un solo racimo y lo llevaron entre dos” (Nm 13,23).
Conocemos otros muchos relatos sobre las viñas, por ejemplo, la viña de Nabot.
Por su parte los salmos hablan muchas veces de la viña, como el 79 que compartiremos hoy como salmo responsorial: “la viña del Señor es la casa de Israel”.
El salmo va desarrollando una bellísima comparación entre Israel y la viña amada de Dios.
La historia del vino, del fruto de la viña, nos enseña que una característica de la alegría de las fiestas humanas se encuentra en esta bebida.
Así recordamos el salmo (104) que dice: “el vino que alegra el corazón del hombre”.
Por otra parte todos recordamos de manera especial el vino de Caná y la cumbre de todas las fiestas, el vino de la Eucaristía en la última cena.
Vayamos a Isaías que hoy nos va a cantar los amores de Dios (“el amigo del profeta”) y las ingratitudes de la viña (“el pueblo de Israel”).
Estemos atentos a la lectura porque es posible que descubramos nuestra ingratitud personal con la bondad de Dios que nos ha dado tantos regalos y tanta misericordia desde el bautismo:
“¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?
¿Por qué esperando que me diera uvas dio agrazones?”.
¿Suenan en tu conciencia estas palabras como un reproche del Señor para ti?
“La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido”.
¿Nos toca algo a ti y a mí? Y continuamos con el profeta:
“Espero de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos. Espero justicia, y ahí tenéis: lamentos”.
El Evangelio nos ofrece la dolorosa parábola con la que Jesús enseña una vez más a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo.
Pero ahora el Señor, en lugar de enfrentarse con el pueblo de Dios como hace Isaías, se enfrenta a los viñadores que son precisamente los que están escuchando, los dirigentes del pueblo de Israel.
“Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, plantó en ella un lagar; construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje.
Llegado el tiempo de la vendimia envió a sus criados para percibir los frutos que le correspondían.
Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon”.
Después envía otros criados y el trato es el mismo.
Sus oyentes debieron entender muy pronto que Jesús hablaba de los profetas que Dios envió a Israel pero, sobre todo, comprendieron que iba para ellos lo peor:
“Por último envió a su hijo diciéndose: “tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron, éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia…”
Jesús advierte que el castigo para ellos será terrible.
Esto era demasiado claro: Jesús muchas veces se había llamado “hijo de Dios”, ahora está representado por el hijo del dueño de la viña. Y aún hay algo más fuerte que es la aplicación que hace Jesús del salmo:
“La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”.
Entendieron tan bien lo que Jesús quería decir que “los sumos sacerdotes y fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos pero aunque querían prenderle, temían que hubiera un levantamiento del pueblo que lo tenía por profeta”.
Terminemos con las palabras de Jesús en la última cena que nos recuerda el salmo aleluyático:
“Yo os he elegido del mundo, para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”.
Esta es la misión que Jesús nos da a cada uno dentro de la viña que es su Reino: evangelizar para dar como fruto la conversión de otros muchos que se acerquen a Dios.
José Ignacio Alemany Grau, obispo