AQUÍ ESTOY
Decimos que ha estado poco tiempo como Sumo Pontífice; pero el Señor, por medio de la bondad de este santo que se nos ha ido, ha marcado la Iglesia:
El Logos; la verdad; la belleza; la alegría; la claridad y el amor indiscutible a Dios y al prójimo.
¿Y cómo no? En estos años ha marcado la centralidad de la Eucaristía en la Iglesia de Jesús.
El “mundo” (aquel por el que no rezó Jesús) no lo ha entendido. No ha querido entenderlo.
Nosotros sí.
Por eso hoy, al ver a Moisés respondiendo a Dios que le habla desde la zarza: ¡Aquí estoy!, me vino espontáneamente la actitud de Benedicto que nos ha dicho prácticamente lo mismo el pasado domingo:
“El Señor me llama a subir al monte a dedicarme aún más a la oración y a la meditación”.
Se nos fue el Papa enamorado de Dios que se ha jugado toda la vida por Él.
Ha pasado como una estrella tan luminosa que su ráfaga permanecerá en el cielo por muchos años.
Será el próximo “doctor” de la Iglesia de Jesús y quienes lo han rechazado por orgullo intelectual o por ansias de poder, serán humillados.
Se nos ha ido un amigo… el amigo que ha sacrificado toda su existencia por la Iglesia de Jesús.
Ya no lo veremos, pero sabemos que, por los jardines del Vaticano, un nuevo ermitaño estará rezando en las raíces de esta Iglesia, siempre perseguida y siempre amada, que camina imparable de la mano del Esposo hacia la parusía.
Benedicto XVI seguirá hasta que Dios lo llame, viviendo su fidelidad con su sencillo y generoso “aquí estoy”.
Y ahora sigamos con Moisés:
Se fue con sus ovejas hasta el monte Horeb, el monte de Dios.
Dios lo llamó por su nombre y le dio un mensaje.
Será el caudillo que sacará a Israel del destierro de Egipto y lo guiará a la tierra prometida de donde salieron, siglos antes, buscando trigo.
Y Dios le revela su nombre: “Yo soy el que soy”.
Es decir, nadie lo ha creado ni depende de nada. Dios ha dado a todos y nadie le ha dado a Él.
Con este Nombre poderoso vencerá Moisés.
Qué lejos estaba entonces de pensar aquel pastor que un día regresaría a ese mismo monte y Dios le daría la Torá (la Ley) que conduciría a Israel hasta que Jesús instaurase la Nueva Alianza.
San Pablo nos invita a ser valientes para no caer en el pecado y por eso nos advierte “el que se cree seguro; ¡cuidado!, no caiga”.
Buen consejo para que seamos humildes y pongamos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos.
El versículo de meditación nos recuerda la cuaresma: “Convertíos porque está cerca el reino de los cielos”.
“Uno tenía plantada una higuera en su viña y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró.
Dijo al viñador:
Ya ves: tres años vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala ¿para qué va a ocupar terreno en balde?
El viñador le contestó:
Señor, déjala todavía este año, yo cavaré alrededor y le pondré estiércol a ver si da fruto, si no, la cortas”.
El Señor nos ha plantado en su viña, la Iglesia, como suelen hacer los campesinos que ponen una higuera entre las vides para gozar su sombra y su fruto.
Si aquella higuera (leamos tú, yo) no da fruto aunque pasen los años, ¿el Señor tendrá paciencia con nosotros?, porque el cuidado amoroso de Dios no nos ha faltado desde el bautismo.
Terminemos con este consejo de Benedicto XVI en su mensaje de cuaresma, invitándonos a hacer la verdadera penitencia que él concreta así:
“El cristiano es una persona conquistada por el amor a Cristo y, movido por este amor, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo. Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies a los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer la humanidad al amor de Dios”.
El amor a Dios y al prójimo es el secreto del reino y... y de la cuaresma.
José Ignacio Alemany Grau, obispo