CREADOS PARA SER FELICES
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que hemos sido creados por Dios para la bienaventuranza. Dicho de otra manera, para ser felices siempre.
Pero, ¿dónde está la felicidad?
¿El Creador que nos hizo para ser felices, nos dio algún medio para conseguirlo?
Dios ha ido dando por etapas, según su maravilloso plan de salvación, los medios necesarios para conseguir la verdadera felicidad. Primero fue, ya en la misma creación de los seres humanos.
Dios puso en nuestro interior la regla más importante, en virtud de ella nuestra misma conciencia nos grita: ¡haz el bien! ¡Evita el mal!
Más tarde, cuando Dios anuncia su plan de salvación al pueblo escogido, enseña el decálogo como un camino seguro para llegar a la felicidad personal y comunitaria.
Moisés lo presenta así:
“Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos… Así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra para que te vaya bien…”.
¿Cuál es ese mandamiento que recalca el gran caudillo y que resume el decálogo?
Es el famoso shemá que todo buen israelita, a través de los siglos, conoce muy bien y lo escribe en su corazón y a la puerta de sus casas y en las filacterias:
“Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”.
Y todavía lo recalca en el mismo libro del Deuteronomio con estas palabras que son un ruego y un mandato: “Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria”.
Quizá nos haya llamado la atención en este texto la expresión “teme al Señor”.
Sin embargo, la misma Escritura nos dice que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría”.
No se trata, pues, del miedo a Dios sino del miedo a perderlo.
Finalmente, Jesucristo nos trae la plenitud de la revelación y nos advierte que los mandamientos se cumplen con la libertad que brota del amor verdadero.
Así leemos en el verso aleluyático:
“El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él”.
En el Evangelio de hoy, conversando con el escriba que le pregunta cuál es el primer mandamiento de todos, le contesta:
El primero es “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todo tu ser”.
Y en seguida añade con un texto que pertenece también al Levítico, en el Antiguo Testamento:
“El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
A poco que profundicemos nos daremos cuenta de que si todos cumpliéramos estos dos mandamientos seríamos felices.
De todas maneras queda claro: primero y siempre ¡Dios!, y después, por amor de Dios, viene el amor al prójimo.
Será Jesús quien al llevar a plenitud su enseñanza en la última cena propondrá la perfección de este mandamiento proclamando lo que Él mismo llama “mi mandamiento”: “Ámense unos a otros como yo los he amado”. Jesús mismo, muerto para salvarnos, es la medida del amor al prójimo.
Nunca podemos desear una felicidad mayor que la que brota de amar y ser amado así.
Por su parte, la carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como el sumo sacerdote que trae la perfección de la ley de Dios y su alianza con los hombres.
Para terminar nosotros respondemos al mandamiento del Señor “amarás a Dios sobre todas las cosas” con el bellísimo salmo responsorial que te invito a paladear palabra por palabra:
“Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte… Viva el Señor, bendita sea mi roca”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo