30 de noviembre de 2012

I domingo de Adviento, Ciclo C

MARÍA, PUERTA DE LA FE Y ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN 

Éste es uno de los últimos lemas de Radio María: 

“María, puerta de la fe y estrella de la evangelización”. 

Y es que “al principio estaba la madre”. 

Así dicen muchos, y creo que en el principio del Adviento es bueno pensar en la Madre que cuidó a Jesús y como lo hizo tan bien, Dios nos la dio por Madre a todos sus hijos. 

Muchas veces, hablando del Adviento, hemos pensado que María está, en realidad, al comienzo del Adviento por muchos motivos. 

La fiesta de la Inmaculada, con todo el cariño de las primeras comuniones, de miles de niños y niñas que reciben por primera vez a Jesús en su corazón. 

La fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, con la multitud de milagros que Dios ha derrochado en la tilma de Juan Diego que se conserva en el cuadro original de México. 

También el Adviento nos lleva al paraíso donde la mujer humilló al diablo. 

Dios quiso que fuera una mujer la que aplastara la cabeza orgullosa de satanás. Y todos nos sentimos felices por ello. 

Por lo demás, si nos preparamos a celebrar una Navidad, es decir, un nacimiento, lógicamente podemos repetir: “Al principio estaba la madre”. 

En todo nacimiento, primero es la madre que traerá al hijo en sus entrañas. 

Con Jesús sucedió esto mismo aunque no fue por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. 

Finalmente, cuando a una familia le llega un gran acontecimiento, ahí está la madre ayudando, preparando detalles y, sobre todo, adiestrando a los pequeños para que sean felices, haciendo felices a los demás. 

El acontecimiento del que tratamos ahora es la redención, la evangelización, que dará a conocer a todos la esperanza ya cercana del Dios que viene. 

Si María es puerta, también es estrella. 

Es una bella comparación que nos viene de Pablo VI el cual presentó a María como estrella de la evangelización. Es decir, el lucero de la mañana que asegura la luz definitiva. 

Hoy, pues, con María, entremos en el nuevo año litúrgico. Que nos guíe nuestra Santa Madre. 

La Iglesia, a través de lecturas y oraciones, nos invita a tomar en serio este inicio de un año nuevo, que es otro tiempo sin retorno, por el que nos preparamos al encuentro con Dios. 

Jesús nos va a repetir en este día que vigilemos. 

Que no creamos a los agoreros que cada poco dicen que viene el fin del mundo para hacer su propio negocio. 

Por eso, una vez más, Jesús advierte: “vigilad porque no sabéis cuándo es el momento”. 

Lo más importante y está bien claro es que Dios quiere nuestro bien y nos invita a imitar a los criados de aquel señor “que se fue de viaje y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que vigilara”. 

El mismo Jesús nos ayuda a sacer la conclusión: 

“Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: vigilad”. 

Si hay fe y corazón limpio no hay porqué temer. 

El juez es nuestro amigo, que dio la vida por nosotros, para justificarnos y salvarnos. 

Si por el contrario, vivimos mal, aprovechemos para empezar de nuevo, ya que mientras vivimos en este mundo, siempre hay tiempo para la conversión. 

Gocemos hoy meditando las palabras de esperanza de Isaías que, como gran profeta, nos invita a la conversión porque tenemos motivos para confiar en el perdón: 

“Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre de siempre es nuestro Redentor”… a pesar de todas nuestras miserias porque “todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento”. 

Y de nuevo nos repite el profeta, en el mismo párrafo: 

“Sin embargo, Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: todos somos obra de tu mano”. 

Que en este Adviento brille sobre nosotros la esperanza del Redentor. 

Repitamos con el salmo responsorial: 

“Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”. 

Y con el verso aleluyático: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

22 de noviembre de 2012

XXXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

¿TÚ ERES REY? 

“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. 

Inmediatamente surge una pregunta: ¿y dónde está ese rey y dónde está ese reino? 

Cada uno de nosotros, algo así como Pilato, no aceptamos fácilmente que Jesús sea el rey que gobierna este mundo porque nos damos cuenta de que las cosas van demasiado mal para que exista un buen rey. 

La mayor parte de los humanos, unos con la palabra y la mayoría con su manera de actuar, niegan el reinado de Cristo. Incluso hay lugares que lo tienen totalmente marginado y hasta prohibido que se le nombre. 

Sin embargo, hoy Jesús nos advierte como ayer lo hizo con Pilato: 

“Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en mano de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. 

No deja de ser interesante que haya un rey que no se ve, que no tiene un ejército ni un poder visible. 

Nosotros, los católicos, sabemos muy bien que hay un poder externo, material y pasajero, pero hay otro más profundo capaz de mover los corazones. 

Lo muestran de manera especial los mártires que, seguros de que el Reino de Dios iba dentro de ellos, se jugaron la vida, que es lo más grande que tiene una persona. 

La historia de la salvación nos revela la existencia de un mundo mucho más maravilloso que el de las galaxias, los pajaritos, las ballenas y la semilla de mostaza. 

En esa vida, que nace de Dios y que nos lleva a Él definitivamente, existen maravillas que jamás pudimos imaginar. 

En ella hay un Rey y hay un Reino. 

En ese Reino hay armonía y felicidad. 

Y todos, comenzando por el mismo Dios, quieren la felicidad para cuantos entran en la gloria. 

Jesucristo, como Verbo encarnado, es el Rey enviado por el Padre para protegernos, gobernarnos y ayudarnos a conseguir la felicidad. 

La liturgia de hoy nos invita a glorificar a este Rey maravilloso. 

Comienza Daniel presentándonos una “visión nocturna: vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre que se acercó al anciano y se presentó ante él. 

Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y reinos lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. 

Me imagino que en este momento todos ustedes han volado a Nazaret con el pensamiento y les ha parecido escuchar la voz de Gabriel hablando con María: 

“Será grande. Se llamará hijo del Altísimo, el Señor le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. 

Por eso, el salmo responsorial nos invita a repetir: “El Señor reina vestido de majestad, el Señor vestido y ceñido de poder”. 

El Apocalipsis, a su vez, nos lo presenta como el príncipe de los reyes de la tierra que nos repite: “Yo soy el alfa y la omega, el que es, el que era y el que viene, el todopoderoso”. 

A este Rey que “nos ha librado de nuestros pecados por su sangre” y nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”, tenemos obligación de glorificarlo: “a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”. 

Y con el versículo aleluyático lo glorificamos también con las mismas palabras del Domingo de Ramos: “Bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega…” 

Amigos todos, con este domingo, el último del tiempo ordinario, la Iglesia nos ha querido presentar a Jesucristo como Rey de todos los tiempos y dueño de la historia. 

Ése es el sentido de la solemnidad de hoy que se titula “Jesucristo Rey del universo”. 

No son los hombres que gobiernan unos años según su capricho, sino Jesucristo el único rey y Señor, porque trasciende el tiempo y “su reino no tendrá fin”. 

Procuremos en este domingo glorificarlo y que meditemos el gran regalo que nos hizo Dios con el bautismo porque en ese día también nosotros comenzamos a ser parte de ese reino. 

Sigamos felices y obedientes a Jesús porque todo el que es de la verdad escucha su voz. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

15 de noviembre de 2012

XXXIII Domingo del tiempo Ordinario, Ciclo B

PREPARANDO EL EXAMEN 

Es bueno que al fin del año litúrgico, siguiendo las orientaciones de la Iglesia, echemos una mirada al juicio final para ver qué nota vamos a obtener en el examen que tendremos que pasar ante el Rey de reyes. 
Por si acaso, el verso aleluyático nos advierte que “estemos siempre despiertos pidiendo fuerzas para mantenernos en pie ante el Hijo del hombre” que nos va a juzgar. 
Daniel, entre imágenes apocalípticas, nos habla de un juicio de Dios, tras el cual “se salvarán todos los inscritos en el libro” de la vida. Los así inscritos son aquellos de quienes san Mateo dice que “brillarán como el sol en el reino de su Padre”. 
Y como añade también el Evangelio cuando sus discípulos regresaron de la misión a la que los había enviado, Jesús les advirtió que más importante que la felicidad por el éxito a la hora de evangelizar, debían “estar alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. 
El mismo Daniel nos concreta que “muchos de los que duermen en el polvo despertarán. Unos para vida eterna y otros para ignominia perpetua”. 
Bajo estas imágenes descubrimos que se habla de un juicio de Dios. 
El evangelio de san Marcos completa el panorama del juicio final bajo imágenes apocalípticas: 
“Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. 
Unos salvándose y otros perdiéndose, todos tendrán que glorificar a Dios en Cristo que se sacrificó para salvarnos. 
Lo mismo quienes aprovecharon su sangre que quienes la despreciaron, tendrán que reconocer la misericordia de Dios. 
Jesús termina el párrafo de hoy aconsejándonos examinar la naturaleza y “aprender de la higuera”, en concreto. Por ella sabemos cuándo llega el verano. De igual modo debemos saber también que Jesús vendrá cuando se den los signos de los que Él mismo habla. 
Por lo demás, de una manera muy solemne, Jesucristo nos enseña el poder y la verdad de su Palabra: “el cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. 
Jesús nos advierte que no debemos creer a los brujos y agoreros y falsos adivinos porque “en cuanto al día y la hora nadie lo sabe. Ni los ángeles del cielo, ni el Hijo (se entiende que el Hijo como hombre) sino sólo el Padre”. 
Refiriéndose a este punto nos advierte Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret”: 
“Las palabras apocalípticas de Jesús nada tienen que ver con la adivinación. Quieren precisamente apartarnos de la curiosidad superficial por las cosas visibles y llevarnos a lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva; a la responsabilidad ante el Juez de vivos y muertos”. 
Siempre que reflexionemos sobre este tema será bueno recordar las palabras de la carta a los Hebreos: “Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio”. 
Su ofrenda santifica a los suyos, mientras los enemigos de Cristo quedarán humillados bajo sus pies. 
Saber que Cristo nos salvó con su sacrificio debe ayudarnos a permanecer serenos y felices frente al último examen de la vida. 
Terminemos echándonos en brazos de Dios que es el tesoro seguro que llevaremos a la eternidad y confiemos en Él, pidiendo con el salmo responsorial: 
“Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa”. 
El Señor mismo es nuestro tesoro y nuestra herencia. Por eso añadimos: 
“Mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré… me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”. 
Como ves, conocemos al Maestro y el examen que nos va a poner, pues está también escrito en otro de los sinópticos, san Mateo: El amor a Dios y al prójimo. 
Debemos ser inteligentes y aumentar la fe y las obras para ganarnos la eternidad. 

José Ignacio Alemany Grau, Obispo

9 de noviembre de 2012

XXXII domingo del Tiempo ordinario, ciclo B

EL DOMINGO DE LA GENEROSIDAD 

A todos nos gusta que los demás sean generosos con nosotros, pero cuando se trata de lo contrario, ya no es fácil repetir las palabras “a todos nos gusta”. 
Sabemos que el compartir, el dar de lo nuestro, no es tan fácil porque pensamos que nos costó demasiado esfuerzo el conseguirlo y no nos alegra perderlo sin más. 
Éste es el motivo por el que hay muchos que actúan de manera diferente: 
Por un lado están los que dan mucho para que lo sepan los demás y los alaben. De esto nos habla el Evangelio de hoy cuando “estando Jesús sentado en frente del arca de las ofrendas observaba a la gente que iba echando dinero. Muchos ricos echaban en gran cantidad”. 
Eran aquellos de los que hablaba Jesús “cuando hagas limosna no vayas tocando la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en la sinagoga y por las calles, para ser honrados por la gente”. 
Otros dan de lo que les sobra, quizá pensando en que no se les malogre... 
Hay también quienes no colaboran con nada porque son tacaños y sólo piensan en sí mismos. 
La liturgia de hoy nos hace ver cómo la verdadera generosidad es un don del mismo Espíritu Santo. 
El primer ejemplo es el de una viuda muy pobre. 
Estaba recogiendo un poco de leña para cocer un pan y morir juntamente con su hijito. Así lo dice ella misma cuando el profeta, sin duda también hambriento, en aquellos años de sequía, le pide que le haga un pan: 
“Te juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. 
Voy hacer un pan para mí y para mi hijo, nos lo comeremos y luego moriremos. 
El profeta Elías le promete de parte de Dios que no le va faltar ni la harina ni el aceite. 
La mujer, es imposible imaginar otra más pobre, se echa en las manos providenciales de Dios, según le promete el profeta, y hace la entrega de su último aceite y de su última harina. 
Dios es más generoso y cumplió la profecía: 
“Ni la orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías” 
El Evangelio nos habla de otra viuda. 
Es una viuda muy generosa que, mientras los ricos daban en abundancia haciendo sonar las monedas en la alcancía, ella echó dos reales que, por supuesto, no sonaron para ninguno. 
Jesús, en cambio, resaltó la generosidad de aquella mujer diciendo: 
“Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”. 
Tenemos aquí el ejemplo y generosidad de dos viudas pobres de verdad. Junto a ellas la carta a los Hebreos resalta la gran generosidad de Dios que por medio de Cristo nos ha salvado: 
“Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres, sino en el mismo cielo para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros”. 
El sacrificio y entrega de Cristo, antes de la subida al cielo por la ascensión, han sido tan perfectos que Él solo ofreciéndose “una sola vez para quitar los pecados de todos” nos ha enriquecido para siempre. 
Ésta es la gran generosidad de Dios. 
La liturgia en este día resalta la generosidad de los “pobres de espíritu” precisamente por su actitud de entrega a Dios y al prójimo. 
Aprender a dar, y dar en las condiciones que hemos visto, cada uno según lo que tiene y siempre por amor, es la lección de las viudas y de Dios. 
Finalmente, quiero resaltar un detalle de la carta a los Hebreos sobre un detalle que para algunos pasa desapercibido, quizá porque no les interesa o no les conviene: 
“El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio”. 
Queda claro que en la Palabra de Dios no caben las teorías de la reencarnación, como también está claro que el Señor nos juzgará a cada uno de nosotros después de la muerte. 
Éste puede ser un gran motivo para que seamos de verdad generosos a semejanza de Dios y un día Dios será nuestra recompensa. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo

2 de noviembre de 2012

XXXI domingo del tiempo ordinario, ciclo B

CREADOS PARA SER FELICES 

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que hemos sido creados por Dios para la bienaventuranza. Dicho de otra manera, para ser felices siempre. 
Pero, ¿dónde está la felicidad? 
¿El Creador que nos hizo para ser felices, nos dio algún medio para conseguirlo? 
Dios ha ido dando por etapas, según su maravilloso plan de salvación, los medios necesarios para conseguir la verdadera felicidad. Primero fue, ya en la misma creación de los seres humanos. 
Dios puso en nuestro interior la regla más importante, en virtud de ella nuestra misma conciencia nos grita: ¡haz el bien! ¡Evita el mal! 
Más tarde, cuando Dios anuncia su plan de salvación al pueblo escogido, enseña el decálogo como un camino seguro para llegar a la felicidad personal y comunitaria. 
Moisés lo presenta así: 
“Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos… Así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra para que te vaya bien…”. 
¿Cuál es ese mandamiento que recalca el gran caudillo y que resume el decálogo? 
Es el famoso shemá que todo buen israelita, a través de los siglos, conoce muy bien y lo escribe en su corazón y a la puerta de sus casas y en las filacterias: 
“Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”. 
Y todavía lo recalca en el mismo libro del Deuteronomio con estas palabras que son un ruego y un mandato: “Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria”. 
Quizá nos haya llamado la atención en este texto la expresión “teme al Señor”. 
Sin embargo, la misma Escritura nos dice que “el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. 
No se trata, pues, del miedo a Dios sino del miedo a perderlo. 
Finalmente, Jesucristo nos trae la plenitud de la revelación y nos advierte que los mandamientos se cumplen con la libertad que brota del amor verdadero. 
Así leemos en el verso aleluyático: 
“El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él”. 
En el Evangelio de hoy, conversando con el escriba que le pregunta cuál es el primer mandamiento de todos, le contesta: 
El primero es “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todo tu ser”. 
Y en seguida añade con un texto que pertenece también al Levítico, en el Antiguo Testamento: 
“El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo”. 
A poco que profundicemos nos daremos cuenta de que si todos cumpliéramos estos dos mandamientos seríamos felices. 
De todas maneras queda claro: primero y siempre ¡Dios!, y después, por amor de Dios, viene el amor al prójimo. 
Será Jesús quien al llevar a plenitud su enseñanza en la última cena propondrá la perfección de este mandamiento proclamando lo que Él mismo llama “mi mandamiento”: “Ámense unos a otros como yo los he amado”. Jesús mismo, muerto para salvarnos, es la medida del amor al prójimo. 
Nunca podemos desear una felicidad mayor que la que brota de amar y ser amado así. 
Por su parte, la carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como el sumo sacerdote que trae la perfección de la ley de Dios y su alianza con los hombres. 
Para terminar nosotros respondemos al mandamiento del Señor “amarás a Dios sobre todas las cosas” con el bellísimo salmo responsorial que te invito a paladear palabra por palabra: 
“Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte… Viva el Señor, bendita sea mi roca”. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo