En el paraíso
Dios
hizo la familia desde el principio para que pudieran vivir felices los seres
humanos.
No
podemos imaginar la alegría que sintió Adán cuando pudo abrazar a Eva y
decirle: “Esta sí que es hueso de mis
huesos y carne de mi carne”.
Pero
qué duro fue cuando, después del pecado, se encontraron los dos junto al
Creador y él la acusó a ella, diciendo: “La
mujer que me diste…”.
Eva, a su vez, se escudó en el diablo, pero ya estaba dividido, con el matrimonio, el amor.
Con José y María
Pasó
mucho tiempo y el Señor quiso restaurar la humanidad y volverla a aquel estado
de armonía y “justicia original”.
Esta
felicidad entró a través de José y de María que tuvieron que superar graves
problemas para reencontrar la felicidad para todas las familias que quieran
vivir según Dios.
José,
enamorado de María y María de él, eran muy felices y llegaron a desposarse en
vistas al matrimonio, aunque como dijo la Virgen al ángel, no pensaba tener
relaciones matrimoniales con nadie.
Y
llegó la prueba.
De
la noche a la mañana María está encinta y no dice nada.
José
se va dando cuenta y también calla.
La
prudencia de ambos es maravillosa.
En
realidad solo Dios podía resolver su problema y lo hizo porque seguramente
debían vivir con la vida de oración y comunicación con Dios.
Tampoco
podremos imaginar nunca la alegría y el gozo profundo de ambos, cuando José,
habiendo descubierto por el ángel el secreto de aquel embarazo, se presentó muy
temprano en la casa de María y “se la
llevó a su casa”.
A
partir de aquel momento el amor y la unión entre los dos, así como la felicidad
de su matrimonio, no tuvo límites.
Buscaron
donde pasar la noche para que María pudiera dar a luz y no encontraron más que
la posibilidad de una cueva cercana a Belén.
Les
debió costar mucho, pero todo cambió cuando se encontraron con el pequeño Jesús
recién nacido y lo colocaron en un pesebre sobre unos pañales hermosamente
trabajados por la Virgen y llegaron unos pastores contando las maravillas que
habían oído a los ángeles.
Dolor
grande y gozo inmenso.
La
música celestial que repetimos, sobre todo en la santa misa los días de fiesta,
fue el anuncio gozoso del ángel del Señor a los pastores:
“Os anuncio una buena noticia que será de
gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David,
os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.
Se
les juntaron otros ángeles y cantaron:
“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz
a los hombres de buena voluntad”.
Admira
la prontitud de los pastores que podríamos decir que, imitando la prontitud de
la Virgen, “fueron corriendo y
encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”.
Ellos
cuentan a María y a José… y nosotros admiramos el misterio que nos propone la
liturgia en la misa del día:
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo
estaba junto a Dios y el Verbo era Dios… Por medio de Él se hizo todo y sin Él
no se hizo nada de cuanto se ha hecho”.
Ese
Verbo del que habla el evangelio es el que tenemos en el pesebre y sobre el
cual dice el evangelista:
“El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros”.
Ese
es el misterio central de la Navidad y de este domingo de la Sagrada Familia.
El
niño engendrado por obra del Espíritu Santo en el seno de María es verdadero
Dios y verdadero hombre.
Nunca
podremos imaginar una familia como la de Jesús, María y José, que haya sufrido
tan intensamente y que igualmente haya gozado tanto con las bendiciones de Dios
y la pobreza humana.
A
todos mis lectores les deseo una Feliz Navidad y un felicísimo día de la
Sagrada Familia.
José Ignacio Alemany Grau, obispo