Vivimos
mal porque despreciamos a Dios y sus mandamientos y qué duro es el castigo que
nosotros mismos nos damos.
En este domingo la Iglesia nos recuerda el Decálogo que en realidad es lo único que puede traernos la paz verdadera, la confianza en los demás y la seguridad de Dios.
- El Éxodo
El
Señor pronuncia estas palabras como una justificación de lo que va a pedir al
pueblo de Israel:
“Yo soy el Señor, tu Dios,
que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud”.
A
continuación proclama los diez mandamientos que muchos aprendimos de pequeños y
otros o no los aprendieron, o los han olvidado, o han querido olvidarlos.
Será
bueno que nos sentemos en un momento de soledad y de paz para releer este
capítulo 20 o si queremos la redacción más breve que aprendimos en el
catecismo.
Seamos sinceros para descubrir nuestra verdad, porque unida a ella estará nuestra felicidad.
- Salmo
responsorial
Un
bello salmo durante el cual repetiremos las palabras de Pedro a Jesús:
“Tú tienes palabras de vida
eterna”.
El
salmo nos ayuda a recordar que en el Decálogo, la ley de Dios, está el descanso
del alma y, que si lo cumplimos, Dios será siempre fiel. Más aún, el salmo nos
enseña que los mandatos del Señor alegran el corazón e iluminan nuestra alma y
nuestro cuerpo:
“La voluntad del Señor es pura y eternamente estable. Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos”.
- San Pablo
Según
el apóstol los judíos exigen signos, como hemos visto hace poco que se los
pedían a Jesús. Teniendo el signo máximo de la presencia de Dios en Cristo,
pedían otros signos.
Por
su parte, los griegos a quienes predicaba de manera especial Pablo, pedían
sabiduría. Ellos eran personas instruidas a quienes les gustaba profundizar de
una manera racional e inteligente.
Pero el apóstol, respondiendo en el fondo a la misma enseñanza de Jesús, decía que la novedad y felicidad que anunciaba él es precisamente el Mesías, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
- Aclamación
Imposible
comprender el amor de un Dios que fue capaz de entregar a su unigénito para
salvar a la humanidad caída:
“Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único.
Todo el que cree en Él tiene vida eterna”.
- Evangelio
Para
el evangelio, como permite la liturgia, tomamos el del ciclo A, por la belleza
y enseñanzas que contiene.
Jesús
llega a Sicar, un pueblito de Samaría. Se siente cansado y se adormece mientras
los discípulos van a comprar. Llega una mujer a sacar agua del pozo de Jacob.
Jesús,
que conoce la profundidad de aquella mujer, comienza el diálogo pidiéndole
agua.
La
mujer, muy viva, se extraña de que un hombre y además un judío, le pida a ella,
mujer y samaritana.
Esto
le sirve a Jesús como introducción para hablarle del agua viva y aclararle el
gran misterio que no ha dicho normalmente a nadie:
“Yo soy (el Mesías), el que hablo contigo”.
En
ese momento llegan los apóstoles con la comida y la mujer se escurre olvidando
su agua y su cántaro.
Y
la Samaritana se dirige a los hombres del pueblo diciéndoles:
“Venid a ver un hombre que me
ha dicho lo que he hecho: ¿Será este el Mesías?”
Aquellos
hombres salieron del pueblo para buscar a Jesús.
Se
lo trajeron y muchos de ellos se convirtieron, llegando a decirle a la mujer:
“Ya no creemos por lo que tú
dices. Nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador
del mundo”.
Es
el fruto más grande que puede conseguir un evangelizador: dar a conocer al
Salvador del mundo y “la culpa de todo” esta vez la tuvo una mujer.
José Ignacio Alemany Grau, obispo