LA LUZ PENETRA EN EL SANTUARIO
Hoy se celebra en la Iglesia el día de la Presentación de Jesús en el templo.
Según la liturgia no se trata de una fiesta de María sino de Jesús ya que se celebra el momento en que Jesucristo hombre es presentado al Padre, según pide la ley de Moisés a todo primogénito israelita.
Se trata, pues de un misterio que nunca comprenderemos, Jesús Dios y hombre a un tiempo, sometiéndose a la ley.
A esta fiesta se le llama también la fiesta de las Candelas o la Candelaria ya que es la fiesta de la luz.
Imaginamos aquella corta pero bellísima procesión cuyas andas son los brazos de María que presentan al Padre al Hijo de ambos (del Padre y de María) que, por su Divinidad es la luz del mundo.
Sabemos que ese día una criatura presenta al Creador al pequeño Jesús que al mismo tiempo que bebé es Dios verdadero del que dirá san Juan que es la luz que ilumina a todo hombre que llega a este mundo.
El prefacio, hablando al Padre Dios, se expresa así:
“Hoy tu Hijo es presentado en el templo y es proclamado por el Espíritu: gloria de Israel y luz de las naciones”.
Ese día acude al templo, para completar la procesión, el anciano Simeón cuyo canto la Iglesia nos recuerda todas las noches. Simeón se siente feliz “porque mis ojos han visto a tu Salvador… que es la luz para alumbrar a las naciones y es el gozo y la gloria de Israel”.
Este hombre de Dios proclama proféticamente los sufrimientos de María, cuyo corazón traspasará una espada de dolor, y de Jesús que será siempre signo de contradicción.
También entró al templo la profetiza Ana glorificando a Dios. En el Perú sabemos que hay en este día fiestas y procesiones. Especialmente es famosa la fiesta de la Candelaria en Puno.
En este caso comprendemos que se celebra a María llevando en sus brazos a Jesús que es la luz.
La liturgia misma del día señala, para antes de la santa Misa la “bendición y procesión de las candelas”.
Pero ahora permítanme que comente brevemente las Bienaventuranzas que corresponden al Evangelio del cuarto domingo ordinario, ya que de otra forma pasarían desapercibidas entre las enseñanzas de san Mateo en este año (ciclo A).
No olvidemos que las Bienaventuranzas suelen definirse como los más jugosos frutos del Espíritu Santo y que precisamente en ellas está resumida toda la vida de Jesús:
DICHOSOS LOS DESGRACIADOS
Una hermosa colina. Jesús sube acompañado de la multitud.
Se adelante y se sienta en la cima, rodeado de los apóstoles. El Señor contempla el precioso lago de Genesaret (o mar de Tiberíades).
En los ojos azules de Jesús se hacen más claros el cielo y el mar.
La multitud se siente en la extensa ladera, con los oídos y el corazón abiertos al mensaje.
La voz timbrada del Maestro, llena de dulzura y vigor, resuena sobre el profundo silencio.
Los trinos de los pajaritos llevan el mensaje al alma hambrienta de sus oyentes:
“Bienaventurados… felices… dichosos”.
A la gente se les abrían los ojos y se les ensanchaba el alma:
¡No estamos tan mal!
- Somos los pobres que dormimos sobre nuestra pobreza y no tenemos dónde reclinar la cabeza.
- Somos los que lloramos en silencio, porque a nadie le importan nuestras lágrimas.
- Somos los sufridos, olvidados por los gobernantes.
- Somos los que exigimos la justicia, pero nadie nos la hace.
- Aunque no sean misericordiosos con nosotros, procuramos tener misericordia con los demás.
- Tenemos el corazón limpio, porque bañamos nuestros ojos en el mar azul mientras pescamos.
- Somos los pacíficos, que desde nuestra limitación construimos paz.
- Somos también los explotados por las injusticias de los poderosos.
Y Jesús completó desde lo alto de la colina, sabiendo que Él realizará plenamente en su vida redentora estas últimas palabras de las bienaventuranzas:
“Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.
Y el Padre Dios escribió en el cielo de la tarde serena, con arreboles rojos “¡bienaventurados!”.
Y la gente se fue feliz pensando:
¡Hoy hemos descubierto que sí hay quien nos ama y nos comprende!
José Ignacio Alemany Grau, obispo