EL PODER DE LA INTERCESIÓN
La primera lectura, la del Génesis, es muy sabrosa. Empieza poniendo en labios de Dios una serie de antropomorfismos muy simpáticos en los que Dios ensalza a Abraham como su gran amigo.
Dada la grandeza de este Abraham, el Señor se siente obligado a descubrirle sus planes sobre Sodoma y Gomorra.
A continuación Dios dice que va a bajar para ver si es verdad lo que le han contado de esas ciudades para castigarlas.
Es entonces cuando Abraham comienza a dar “consejitos” a Dios.
Esto, sin duda, supone simplicidad y confianza al mismo tiempo y comienza su oración de intercesión que sin duda todos conocemos.
Después de decirle a Dios que no puede condenar a justos y pecadores, se imagina que hay cincuenta justos y comienza a pedir… y a hacer rebajitas; en el fondo quiere ver si puede salvar a su sobrino Lot.
Dios que evidentemente se las sabe todas, le va contestando que salvaría a los pecadores para que no murieran cincuenta, cuarenta y cinco… justos entre ellos.
Al final Abraham se da cuenta de que ha ido demasiado lejos al pedir que por diez justos salve las ciudades y queda en ridículo porque la misericordia de Dios siempre va más lejos, hasta el punto de salvar al único justo que había y que era precisamente Lot.
Éste es un ejemplo de oración de intercesión que quizá nosotros olvidamos a la hora de hacer oración y que sin embargo es tan importante: pedir por los demás.
En una oración que hizo el Papa Francisco, llamada “Oración de los dedos”, después de haber pedido por los otros cuatro, que representan distintos grupos, dice que al llegar al meñique ya se puede pedir por uno mismo…
Es lo que hacemos nosotros normalmente… pero al revés.
Abraham, por tanto, es uno de los grandes intercesores del Antiguo Testamento, junto con Moisés, David, Ester...
El evangelio nos presenta la oración más perfecta que incluye todas las peticiones que debemos hacer, el padrenuestro.
Al rezar en plural estamos intercediendo al mismo tiempo por todos los demás.
Aunque es más breve que el padrenuestro de Mateo, de todas formas Lucas nos presenta este gran modelo de oración.
Jesús lo hizo, precisamente, a petición de sus apóstoles que le dijeron: “Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos”.
No contento con esta enseñanza, Jesús pide que seamos insistentes en la oración. Para eso nos cuenta una pequeña parábola.
Alguien que recibe un amigo, no tiene pan para darle y, aunque es de noche se va a otro amigo y le insiste y aunque el otro se lo niega “si insiste llamando, yo os digo que si no se levanta y se lo da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”.
A continuación Jesús nos da unos consejos importantes respecto a este mismo tema:
“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca haya y al que llama se le abre”.
Finalmente, hace una comparación interesante. “¿Qué padre entre vosotros cuando su hijo le pide pan le dará una piedra o si le pide un huevo le dará un escorpión?”
Y aclara: “Si vosotros que sois malos (¡qué bien nos conoce Jesús!), sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden”.
No olvides tampoco que lo más importante que debemos pedir en la oración es el Espíritu Santo.
San Pablo nos enseña los dos grandes motivos que respaldan nuestra petición:
El primero nos lo da en la carta a los Colosenses: Jesús con su muerte en la cruz “borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio clavándolo en la cruz”.
Desde entonces podemos pedir a Dios lo que queramos.
¡Qué poco pensamos en tantas maravillas como le debemos a Jesús!
El segundo motivo lo presenta el verso aleluyático con estas palabras de la carta a los Romanos:
“Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar ¡Abba, Padre!”.
¿Qué nos podrá negar el Padre Dios si vamos a Él apoyados en su Hijo y en el Espíritu Santo?
Por todos estos motivos nos acercamos a Dios con el salmo responsorial confiando en la bondad del Dios bueno: “Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste… acreciste el valor en mi alma.
Daré gracia a tu nombre”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo