26 de noviembre de 2011

I DOMINGO DE ADVIENTO, CICLO B

TODO UN ADVIENTO PARA VIGILAR

Un hombre se fue de viaje y dejó su casa encargando a cada uno de sus criados una tarea.
Al portero le encargó de una manera muy especial que vigilara.
Jesús, que es el que nos ha puesto esta sencilla parábola, saca la conclusión de esta manera:
“Vigilen porque no saben cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y los encuentre dormidos”.
Para ellos, y también para nosotros, al comenzar el adviento, ésta es la gran recomendación que nos hace Jesucristo:
“Vigilen porque no saben cuándo vendrá el Señor”.
La vigilancia está a la orden del día hoy más que nunca: en cuarteles, fábricas y en una gran parte de las esquinas de las calles encontramos un vigilante.
¡Y pobre del vigilante que se duerma! En muchos sitios se juega la cabeza.
Al pedirnos esta actitud, Jesucristo quiere darnos a entender que una de las virtudes importantes que debemos practicar, si queremos salvarnos, es vigilar.
Recordemos lo que Él ha dicho en otro momento:
“A la hora que menos piensen vendrá el Hijo del hombre… como un ladrón en la noche… cuando todos duermen”.
En este domingo entramos en el adviento.
Tiempo de vigilia y esperanza durante el cual, como nos recuerda el Catecismo Católico, la liturgia quiere que revivamos la actitud de los santos del Antiguo Testamento.
Ellos esperaban al Mesías y esto era lo que los mantenía en la seguridad de que Dios cumpliría su promesa de enviar al Redentor.
A esto hace alusión el profeta Isaías en la primera lectura, hablando a Dios con estas palabras:
“Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre de siempre es “nuestro Redentor”. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases derritiendo los montes con tu presencia!”.
Lleno de confianza termina el párrafo de la primera lectura de hoy:
“Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos obra de tus manos”.
Es evidente que, en medio de las luchas de todo tipo, tanto internas como externas, los santos del Antiguo Testamento vivían en la espera vigilante del Señor y en una oración continua que repetiremos muchas veces en la liturgia de adviento. Es una cita del mismo Isaías adaptada por la Iglesia:
“Cielos, dejen caer su rocío, que las nubes lluevan al Justo y la tierra germina al Salvador”.
Esta ansia de Dios aparece también en el salmo responsorial que nos sirve para repetirlo con la misma confianza que el salmista:
“Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos”.
En la humildad, y dentro de una comparación tan repetida en la Biblia, el salmista pide a Dios: “mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa”.
Qué bien nos viene esta virtud de la vigilancia a nosotros que por la fuerza de la pereza tendemos más bien a abandonar el esfuerzo y dejar que las cosas las vaya destruyendo el tiempo que pasa.
Frente a esta actitud que brota espontáneamente, San Pablo nos invita a mantenernos en la fidelidad haciéndonos ver que “no carecemos de ningún don, nosotros que aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”. Sigue el santo apóstol invitándonos a confiar y a permanecer vigilantes ya que “Él nos mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan que acusarnos en el día de Jesucristo nuestro Señor”.
Lógicamente el más fiel de todos es el mismo Jesucristo a quien el Apocalipsis llama el “Testigo fiel”.
San Pablo termina el párrafo de la carta a los Corintios, proponiéndonos el gran ejemplo de fidelidad para que confiemos siempre:
“Dios los llamó a participar en la vida de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro.
¡Y Él es fiel”.

José Ignacio Alemany Grau, Obispo

18 de noviembre de 2011

XXXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Reflexión dominical 20.11.11

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

En la primera lectura de este día el profeta Ezequiel nos presenta a Dios como el Buen Pastor que se preocupa por sus ovejas. Tiene cariño especial por las ovejas perdidas o descarriadas.
El salmo responsorial, lógicamente es el 22 que conocemos muy bien, “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
San Pablo, a su vez, en la segunda lectura advierte que el Resucitado, Cristo, “tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrados de sus pies”.
El Evangelio de San Mateo presenta el juicio final y dice: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante Él todas las naciones”.
Comenzará el juicio separando a buenos (ovejas) y malos (cabras) y, añade: “Entonces dirá el rey a los de su derecha…”.
El Rey juzgará el mundo que el Padre ha puesto en sus manos.
A través de los textos de este domingo concluimos que realmente Jesucristo es rey.
Pero aprovechemos ahora para preguntarnos dónde está el Reino y qué es ese Reino en el que reina Cristo, por voluntad del Padre y por los méritos de su muerte y resurrección.
En cuanto a la primera pregunta, Jesús mismo nos advierte que no se trata de un reino de fuerza y poder terreno, sino que se trata de un reino que vive en el interior de los corazones: “El reino de los cielos está dentro de ustedes”.
Y ahora recordemos algunas ideas importantes sobre este Reino que es el Reino del Abbá, el Padre Dios y es también el Reino de su Hijo, Jesucristo.
Este Reino que Dios preparó a través del Antiguo Testamento se hace realidad con la venida de Cristo que nos advierte que sólo debemos preocuparnos por buscar el Reino y su justicia “porque todo lo demás es una simple añadidura”.
Pablo VI enseñó que “solamente el reino es absoluto, todo lo demás es relativo”, por más que muchas veces entre nosotros suceda al revés que nos apegamos tanto a las añadiduras que ni nos preocupa el Reino.
En el Nuevo Testamento Jesús habla mucho del Reino. En efecto, 122 veces aparece en él esta palabra. 99 de ellas en los sinópticos.
A lo largo de toda su vida Jesucristo habla expresamente del Reino como de la gran meta que todos debemos proponernos. Precisamente de las 99 veces que los sinópticos citan el Reino, 90 las ponen directamente en los labios de Jesús.
El Reino del Padre es claramente la obsesión del Hijo.
Es evidente que el Reino es el regalo de Dios para conseguir que la humanidad llegue hasta Él, pero como todo lo importante y bueno, tiene sus exigencias fuertes que podríamos concretar, de manera especial, en la vigilancia y la fidelidad, dos virtudes que repite mucho Jesús.
Más aún, sabemos que Jesucristo comenzó su evangelización, como nos dice Marcos (1,14-15) repitiendo a todos: “El Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”.
La predicación y promesas de Cristo se realizaron en la resurrección cuando Él venció la muerte.
Esto explica que a partir de ese momento ya no se predique el Reino sino expresamente de Jesucristo.
El centro de la evangelización, por tanto, a partir de ese momento, es Jesús.
Por eso Juan Pablo II nos dirá que “el Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración sino que es, ante todo, una Persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible”.
Sabemos, por lo demás, que Jesucristo le entregó a la Iglesia, en la persona de Pedro, las llaves de este Reino. Pero hay que tener en cuenta que si bien el Reino es inseparable de la Iglesia los límites del Reino son más amplios que la Iglesia misma.
Esto quiere decir que el Reino está en la Iglesia pero además puede haber personas que no han entrado en la Iglesia ni la han conocido pero sí pertenecen al Reino porque llevan una vida de sinceridad y amor, fruto de la gracia del Espíritu Santo, que está más allá de toda limitación.
Será bueno que nosotros tengamos presente, para terminar, nuestra obligación de trabajar para que el Reino de Dios llegue a todos los hombres y Cristo sea el Rey del universo, según el título de la fiesta litúrgica de este día.
¡Venga a nosotros tu Reino!
José Ignacio Alemany Grau, obispo

10 de noviembre de 2011

XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A


Reflexión dominical 13.11.11

SE ACABA EL AÑO LITÚRGICO

Las tres lecturas de hoy nos invitan a una seria reflexión como preparación al fin del año.
En primer lugar encontramos el tema de la mujer en la Biblia:
A la lectura de hoy que es de los Proverbios, añado otras tres citas bíblicas para que nuestras lectoras puedan escoger el modelo que les parezca mejor para su vida y para que los hombres, al escoger esposa, puedan hacer lo mismo.
* “Por cuanto son altivas las hijas de Sión, y andan con el cuello estirado y guiñando los ojos y andan a pasitos menudos y con sus pies hacen tintinear las pulseras… aquel día quitará el Señor el adorno de las ajorcas, los solecillos y las lunetas; las perlas, las lentejuelas y los cascabeles; los peinados y las cadenillas de los pies, los brazaletes, los pomos de olor y los amuletos, los anillos y aretes de nariz, los vestidos preciosos, los mantos, los chales, los bolsos, los espejos, las ropas finas, los turbantes y las mantillas…” (Is 3,16-23).
* “Que las mujeres, vestidas decorosamente, se adornen con pudor y modestia. No con trenzas o con oro o con perlas o vestidos costosos sino con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de piedad” (1Tm 2,9ss).
* “Que vuestro adorno no esté en el exterior, en el peinado, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es precioso ante Dios. Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios…” (1P 3,3s).
* Finalmente, la lectura de hoy que es de los Proverbios (31,10ss):
“Una mujer hacendosa, ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas. Su marido se fía de ella y no le faltan riquezas. Le trae ganancias y no pérdidas todos los días de su vida. Adquiere lana y lino, los trabaja con la destreza de sus manos. Extiende la mano hacia el huso y sostiene con la palma la rueca. Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al pobre. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura, la que teme al Señor merece alabanza”.

El salmo responsorial (127) nos presenta el matrimonio que irá feliz al juicio de Dios:
“Dichoso el hombre que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso y te irá bien…tu mujer como parra fecunda en medio de la casa y los hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa”.

San Pablo nos habla hoy del fin de los tiempos: “Sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando estén diciendo “paz y seguridad”, entonces, de improviso les sobrevendrá la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta y no podrán escapar”.
Para San Pablo los cristianos debemos vivir siempre en la luz y como hijos del día. Por tanto, nunca habrá esa noche de pecado en nosotros. De todas formas nos advierte: “que no durmamos como los demás sino que estemos vigilantes y despejados”, para cuando venga el Señor.
Estas ideas evidentemente las toma San Pablo del Evangelio que sin duda le contaron los primeros cristianos.  De ellos bebió las enseñanzas de Cristo, a parte de las revelaciones personales que recibió como apóstol elegido.

El Evangelio, a su vez, nos cuenta la parábola de los talentos.
Un señor, antes de viajar, reparte el dinero entre sus empleados, “a cada uno según su capacidad”.
Cuando regresan los dos primeros han doblado la cantidad recibida: Uno trae diez talentos y otro cuatro. A los dos los felicita por igual: “Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor”.
La misma felicitación, el mismo premio y pasan con el mismo derecho al banquete celestial.
El tercer empleado, en cambio, quiso justificar su holgazanería diciendo: “Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”.
El señor castiga severamente su falta de responsabilidad.
La aplicación es clara e importante. Estamos a fin de año. Dios nos ha dado a todos unos talentos para que los desarrollemos a lo largo de nuestra vida. ¿Cómo vamos correspondiendo y cómo va nuestro “negocio” con el Señor?
A los hombres los engañamos y hacemos todas las trampas que podemos. ¡Con Dios esto no es factible!
Terminemos con el consejo del verso aleluyático: “Permanezcan en mí y yo en ustedes. El que permanece en mí da fruto abundante”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

3 de noviembre de 2011

XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A


Reflexión dominical 06.11.11

EL MIEDO A LA MUERTE

Ya sabemos que la sociedad de hoy no quiere saber nada de la muerte. Hasta han inventado la cremación de los cadáveres para evitar su recuerdo.
De todas formas hay, en general, dos maneras distintas de pensar sobre la muerte personal, es decir, la de cada uno de nosotros, que sabemos que es inevitable.
Para unos viene a ser algo con lo que termina todo.
Para otros es más bien algo que comienza, como si a una persona le abrieran la puerta definitiva por la que durante años ansió entrar.
El salmo responsorial de este día nos da la clave cristiana de la actitud que debemos tener frente a la muerte:
“Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”.
Con este estribillo va toda la belleza del salmo 62:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”.
Esto mismo era lo que Santa Teresa de Jesús cantaba con otras palabras:
“Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”.
En efecto. Para los santos la muerte es principio de vida. Es el encuentro de la criatura con el Creador, del hijo con su Padre.
La primera lectura nos habla de la Sabiduría de Dios que produce en el hombre un ansia grande de conocerla y estar con ella para siempre.
Esta sabiduría “va de un lado a otro buscando a los que la merecen y los aborda benigna por los caminos y les sale al paso en cada pensamiento”.
Así nos presenta al Señor que nos busca siempre.
Por su parte, San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses nos dice claramente que no quiere que ignoremos la suerte de los difuntos que se nos ha revelado por la fe, para que no nos aflijamos y desesperemos como  los hombres que no tienen esperanza.
Y, ¿en qué consiste esta esperanza?
“Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo tenemos que creer que a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús los llevará con Él”.
Por este mismo motivo San Pablo anima a los Tesalonicenses y a cada uno de nosotros, que frente a la muerte, reaccionemos con esta virtud teologal de la esperanza y nos consolemos, unos a otros, con estas palabras:
“Estaremos siempre con el Señor”.
Para que esto se realice el Evangelio nos enseña la virtud tan importante de la vigilancia, es decir, estar siempre preparado para salir al encuentro de Dios.
Se trata de una parábola. Diez jóvenes con su belleza y sus lámparas, deben acompañar al esposo el día de la boda. Las de esta parábola, en concreto, eran cinco vigilantes y previsoras y las otras cinco eran necias y descuidadas.                    
Resulta que el esposo tardaba y se durmieron todas. “A medianoche se oyó una voz: ¡que llega el esposo, salid a recibirlo”. A unas la llamada las llena de gozo, alistan sus lámparas y salen a la fiesta. Las otras, al contrario, se llenan de angustia y mendigan a las prudentes un poco de aceite. Ellas se lo niegan “por si acaso no hay bastante para ustedes y nosotras mejor es que vayan a la tienda y lo compren”.
En ese momento llega el esposo, se cierra la puerta y comienza la fiesta.
Más tarde llegaron las otras y golpearon la puerta gritando: “¡Señor, ábrenos!”.
La voz del esposo, sin duda molesto porque lo habían dejado mal ante los invitados, las rechazó: “¡ni las conozco!”.
La conclusión lógica nos la da Jesús y es muy clara.
Es preciso que tengamos la virtud de la vigilancia indispensable para estar listos el día y la hora en que venga el Señor.
La razón es simple y nos la da San Mateo en el capítulo anterior: “Estén en vela y preparados porque a la hora que menos piensen vendrá el Hijo del hombre”.
Es claro que estas mismas palabras son distintas para quien ama al Señor y para quien no lo ama.
Sabemos, en efecto, que cuando le dicen a uno que le llama su amado, se llena de gozo. Cuando no lo ama y lo teme, se llenará más bien de temor.
Esto debe ser nuestra actitud frente a la muerte: estar siempre preparados para que cuando nos llame Jesús podamos salir felices a su encuentro.

José Ignacio Alemany Grau, obispo