18 de octubre de 2012

XXIX domingo del tiempo ordinario, Ciclo B

¿SERVIR A” O “SERVIRSE DE”? 

Servir a los demás o servirse de ellos son las dos grandes posturas que hay en nuestra sociedad. 
Mientras el mundo se sirve de todos y se aprovecha, explotándolos para medrar en poder, en economía… Jesucristo y los suyos viven para servir. 
Hoy precisamente la liturgia nos enseña cuál debe ser nuestra actitud con los demás, siguiendo el camino de Jesús. 
Isaías nos presenta al siervo del Señor (imagen del Mesías) como el hombre del sacrificio y de la humillación que sufre generosamente para salvar a la humanidad: 
“El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación… mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos”. 
La carta a los Hebreos nos ofrece la misma imagen al enseñarnos que Jesucristo “ha sido probado en todo, exactamente como nosotros, menos en el pecado”. 
Pero eso sí, Dios cumplió en Él su Palabra, “El que se humilla será ensalzado” y así el siervo de Yavé que se sacrificó por nosotros ha sido glorificado, como nos explica la misma carta pidiéndonos que “mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús hijo de Dios”. 
Cargó con nuestras miserias para liberarnos de ellas y asegurarnos la salvación. De esta manera entendemos que el sufrimiento, tanto el que vivió Jesucristo como el que nosotros aceptamos uniendo nuestro sufrimiento a los de Él, dentro del plan de Dios, es redentor y trae esperanza y salvación para todos. 
Esta es la gran lección que siempre cuesta entender aunque las ocasiones se plantean cada día. 
Si sabemos aprovechar el valor del sacrificio, entenderemos que es la escuela para nuestra propia santificación. 
Esta gran lección tiene su complemento en el Evangelio de hoy. 
Analicémoslo brevemente: 
Los “hijos del trueno” (Santiago y Juan) se acercan a Jesús para pedirle los primeros puestos en su reino: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. 
Jesús pacientemente les aclara que seguirlo a Él significa ir por su mismo camino. 
Él no ha venido a que lo sirvan sino a servir a todos salvándolos. Esto lo aclara contraponiendo las actitudes que tienen los gobernantes con las que deben tener sus discípulos: 
“Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen”. 
La enseñanza de Jesús es pues muy distinta de esta actitud de los poderosos: 
Los suyos tienen que aprender que “el que quiera ser grande sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero sea esclavo de todos”. 
Jesús no vino a ser servido sino a servir y a dar la vida. 
Por eso, cambiando la conversación y el pedido de los dos apóstoles, en lugar de los primeros puestos les ofrece su cáliz. 
No sé cómo pudieron entender esto Santiago y Juan en aquel momento. Sin embargo aceptaron beber el cáliz con Jesús. 
El Señor les promete que lo beberán. El Espíritu Santo les ayudará a entender y les dará la fortaleza para beber ese cáliz, es decir, aceptar el martirio en su momento. 
Posiblemente a nosotros nos pasa lo mismo que a los apóstoles. Consciente o inconscientemente, queremos los primeros puestos, el poder, el tener y nos repugna la enfermedad, los sufrimientos, el rechazo, las burlas. 
Cuesta ser fiel a Dios en un mundo que lo ha expulsado, exaltando el vicio y el pecado. 
Pero la actitud del cristiano será siempre la de su Maestro: servir a los demás y dar la vida por ellos.

12 de octubre de 2012

XXVIII domingo del Tiempo ordinario, Ciclo B

PEDRO EL NEGOCIANTE 

Pedro escuchó decir a Jesús que era muy difícil que un rico entre en el Reino de los cielos y pensó cómo podría hacer él un negocio siendo un pobrete. 
Es entonces cuando le hace una interesante pregunta, un tanto indirecta: 
“Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. 
Aquí habría que preguntarle a Pedro, con san Gregorio, qué es lo que había dejado porque, al parecer, la barca que usaba era de su padre y el lago en que pescaba la comidita diaria no era exclusiva de él ni de su familia. 
Pero como Jesús no se deja vencer en generosidad, le dio una generosa respuesta para él y para todos los que le siguieran: 
“Os aseguro que quien deje casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio recibirá ahora en este tiempo cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones y en la edad futura vida eterna”. 
Como en cuestión de negocios, Pedro, buen judío, era bastante optimista, se debió quedar contento con la promesa de Jesús pasando por alto las persecuciones. 
(Más adelante comprenderá esta última parte cuando lo cuelguen de la cruz). 
Bueno. Y ¿a qué viene todo esto? 
San Marcos cuenta hoy que un muchacho de corazón limpio se acercó a Jesús preguntando: 
- “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? 
Jesús les contestó: 
- ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios”. 
Esta frase de Jesús es buena meditación para quienes se tienen por buenos y muy buenos católicos (“yo soy más católico que el Papa”, como dicen algunos). 
Pues bien. Jesús, viendo que el muchacho era noble, le contesta algo muy sencillo: para ser bueno hay que guardar los mandamientos de la Ley. 
El joven le hace ver que desde pequeño los cumplió todos muy bien. 
Esta pincelada que da ahora san Marcos es hermosa y se la deseo a todos mis lectores y a mí mismo: 
“Jesús se le quedó mirando con cariño” o como nos dijo el Papa, citando otra traducción: “Jesús lo miró y lo amó”. 
Y como Jesús cuando ama a alguien lo invita para que esté más cerca de Él, añadió: 
“Una cosa te falta. Anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo y luego sígueme”. 
En ese momento hubo dos grandes desilusiones: la del muchacho que “frunció el ceño y se marchó pesaroso porque era rico” y la de Jesús, que comparte su dolorosa desilusión: 
“Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de los cielos”. 
De esta escena podemos también sacar la conclusión de la carta a los Hebreos que nos recuerda la liturgia: 
“La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo” 
A aquel muchacho le sonó demasiado fuerte la palabra de Jesús y se fue, pero se fue triste porque no tuvo valentía suficiente para dejarlo todo y seguir a Jesús como los demás apóstoles. 
El Señor añadió, según el Evangelio de hoy: “más fácil es a un camello pasar por el ojo de la aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”. 
Por eso el aleluya nos dirá: “dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”. 
Los apóstoles se preocupan y dicen a Jesús: “Y entonces ¿quién puede salvarse?” 
Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”. 
Y la verdad es que en la historia de la Iglesia tenemos grandes santos que fueron muy ricos en bienes de este mundo, pero supieron administrarlos muy bien, compartiéndolos y así se ganaron el Reino de los cielos. 
Por su parte el libro de la Sabiduría nos hace ver dónde está la verdadera felicidad y el tesoro por el que todos debemos suspirar: 
“Invoqué y vino a mi espíritu la sabiduría. La preferí a cetros y tronos y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa porque todo el oro a su lado es un poco de arena… la quise más que la salud y la belleza… con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables”. 
Terminemos pidiendo, con el salmo responsorial, “sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría”. 
Aprovechemos el tiempo y hagamos negocio con Dios para la eternidad.

5 de octubre de 2012

XXVII domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

EL MATRIMONIO ES COSA SERIA 

El matrimonio nunca puede ser un juego porque de él depende la felicidad no de una sola persona, sino del cónyuge y de los hijos. 
Para la Iglesia el matrimonio es algo tan importante que quiere que sus hijos, en el santo matrimonio, “siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos, amorosamente recibidos de Dios. 
De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su esposa la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”. 
Esta cita de la constitución dogmática del Vaticano II, Lumen gentium, es un poco larga pero les invito a meditarla. Si lo hacen encontrarán lo que constituye una gran riqueza de la Iglesia. Algo que el mundo no puede entender. 
Veamos ahora cómo empezó todo, tal como nos lo cuenta el capítulo segundo del Génesis. 
El párrafo está lleno de poesía y nos presenta una gran procesión de animales que Dios hace pasar por delante de Adán. 
Adán “les pone nombre”, que significa que él es el dueño de todos. 
Pero no quedó contento porque “no encontraba ninguno como él, que le ayudase”. 
Entonces, la Biblia nos describe a Dios como médico cariñoso, haciendo la primera operación de la historia humana, y le presenta a la mujer, igual al hombre, porque la creó simbólicamente de junto al corazón. 
Adán queda feliz: “ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”. 
La conclusión la saca la misma Escritura: “por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. 
Este es el matrimonio natural, tal como salió de las manos del Creador: 
Un hombre y una mujer que perpetuarán la especie humana en la felicidad e intimidad del amor fecundo “de una sola carne”. 
En el salmo responsorial se nos presenta la felicidad de un hogar que pide las bendiciones de Dios: 
“Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”. 
Hablando del hombre: “dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien”. 
Y hablando de la mujer: “tu mujer como parra fecunda, en medio de tu casa”. 
Y de los hijos, que serán “como renuevos de olivo en torno a tu mesa”. 
Y la felicidad estará en gozar de los nietos: “que veas a los hijos de tus hijos”. 
Jesús nos habla del matrimonio tal como lo hizo Dios en el comienzo de la creación, repitiendo las palabras del Génesis y confirmando la estabilidad y fidelidad con estas palabras: 
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. 
El Evangelio termina con una imagen dulce del Señor bendiciendo a los niños, que son el fruto del matrimonio entre un hombre y una mujer. 
Sabemos que luego Jesús elevó el matrimonio a sacramento para santificar lo más bello y profundo del amor humano. 
Es decir, un sacramento que debe basarse en el amor profundo, como nos recuerda Juan en el versículo aleluyático: 
“Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud”.