31 de octubre de 2014

XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

UN SOLO MAESTRO, JESUCRISTO

Tres enseñanzas más interesantes de este domingo.

1. Los malos pastores

Posiblemente todos los conocemos, tanto a nivel humano y político como a nivel religioso.

Se aprovechan de todo, y lo que es peor, de todos, para medrar ellos, que son los únicos importantes.

No vale nada la persona de nadie. Sólo la suya es maravillosa.

El profeta Malaquías nos presenta a estos personajes del Antiguo Testamento, juzgados por Dios mismo, que es el “gran Rey”. 

El Señor se enfrenta con los sacerdotes de su tiempo y les exige obediencia.

He aquí algunos de los defectos graves de esos pastores:

-No dan gloria a Dios. 

-Se apartan del camino.

-Hacen caer a otros.

-No han guardado los caminos de Dios.

-Aplican la ley según les caiga una persona.

Dios los desprestigiará ante el pueblo porque en vez de ayudarle lo escandalizan. 

El Señor explica los motivos que debe tener el pastor para actuar con fe:

“¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor?”

2. Los buenos pastores

En la carta de Pablo a los tesalonicenses nos encontramos con un corazón amable, generoso y apostólico de Pablo.

Aprendamos de él los detalles que él mismo nos enseña:

“Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.

Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros, no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas porque os habíais ganado nuestro amor”.

A continuación pide a los fieles que recuerden “nuestros esfuerzos y fatigas trabajando noche y día para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios”.

Un pastor – apóstol siente la felicidad en su trabajo evangelizador y da gracias a Dios por los frutos que ha producido la predicación.

Esto es lo que llenaba de gozo el corazón de Pablo.

Y es que la predicación de Pablo fue presentada según Dios, como dice él mismo, y por eso una predicación que “la acogisteis no como palabra de hombre sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece operante en vosotros los creyentes”.

Así goza con su fecundidad el apóstol que se entrega de lleno a la evangelización.

3. La enseñanza de Jesús sobre los pastores

Por su parte, en el Evangelio de hoy, Jesús nos presenta en primer lugar los pastores hipócritas que se sentaban en la cátedra de Moisés para enseñar al pueblo.

Pero como su corazón tenía una doble cara, Jesús, que ama a su pueblo y busca su bien, les dice:

“Sobre la cátedra de Moisés se han sentado escribas y fariseos: Haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen porque ellos no hacen lo que dicen”.

Pienso que no se puede decir nada peor de un pastor, de un maestro y cuántas veces se repite esta dolorosa realidad entre los que enseñan:

“Todo lo hacen para que los vea la gente… les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en la sinagoga; que les hagan reverencias por las calles y que las gentes les llamen maestro”.

Son esas unas claras pinceladas de defectos que Jesús rechaza.

Y después, como Él que es la verdad y ha venido a enseñar a todos el “camino”, advierte al pueblo:

“No os dejéis llamar maestro porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.

No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.

No os dejéis llamar consejero porque uno solo es vuestro consejero, Cristo”.

Por si acaso hay que aclarar que el Padre por antonomasia, el Señor, el Maestro, es Dios y su enviado Jesucristo. Los demás, teniendo esto en cuenta, podemos llamarnos con estos nombres, sobre todo si realmente buscamos imitar al Padre del cielo y a su enviado Jesucristo.

Todo esto será posible si seguimos el consejo final del texto bíblico de hoy:

“El que se enaltece será humillado y el que humilla será enaltecido”.

El salmo responsorial nos invita a vivir en esa actitud:

“Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor. 

Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad, si no que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre”.

¿Has pensado en lo maravilloso que es sentirte como un pequeñuelo en los brazos de la mamá, con la cabecita metida casi en el corazón de su madre? 

¡Así te tiene Dios!

José Ignacio Alemany Grau, obispo

23 de octubre de 2014

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

UN DOMINGO PARA EL AMOR
¿Te gustaría saber que si en este momento te murieras, te canonizaría la Iglesia o no?

Como posiblemente esto te parece un poco complicado, haremos otra pregunta.

¿Por qué canonizaron a Juan Pablo II, a santa Rosa, a san Martín, etc.?

La respuesta es bastante simple. Basta examinar la vida de esa persona y fijarse si ha cumplido lo que enseña el Evangelio de hoy.

Un buen día un experto en la ley preguntó a Jesús, con una intención no muy limpia, por cierto:

“¿Maestro, cuál es el mandamiento principal de la ley?”

La respuesta de Jesús no se hizo esperar.

Tuvo dos partes:

La primera: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”.

Y evitando toda distracción tanto en el que preguntaba como en el público, añadió enseguida:

“El segundo es semejante a éste (mandamiento): amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Jesús concluye que estos mandamientos resumen la ley y los profetas, es decir, todas las enseñanzas y mandamientos que había en ese momento en la historia de la salvación.

Quizá preguntes ¿y qué tiene que ver esto con la pregunta anterior?

La respuesta es muy simple.

Examina si esas personas (y si te atreves a ti mismo) han cumplido con valentía y generosidad estos dos mandamientos, incluso de una manera heroica.

Si es así son santos de verdad, canonizados o no: están definitivamente con Dios.

Por si acaso, recuerda que santa Rosa llegó a escuchar de Jesús unas palabras que le hablaban de amor esponsal: “Rosa de mi corazón sé tú mi esposa”.

Por otra parte ella, san Martín, san Juan Pablo II, etc. vivieron con entrega valiente y generosa el amor y servicio al prójimo, como nos consta por la historia.

El libro del Éxodo, en ambiente del Antiguo Testamento, nos habla también del amor y servicio al prójimo que pide el Señor:

“No oprimirás ni vejarás al forastero. 

No explotarás a las viudas y huérfanos…

Si prestas dinero, no lo hagas con usura.

Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol”.

De todas maneras, ten muy en cuenta que cuando cualquier hombre oprimido grite al Señor, el Señor lo respaldará a él y no a ti: “porque Yo soy compasivo”.

Este párrafo nos habla de cosas concretas sobre el amor al prójimo.

El salmo responsorial, por su parte, nos habla de la otra parte del gran mandamiento: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador…”

Y todavía añade más palabras de amor a Dios que a veces no entendemos, pero que se logran entender en la medida en que vivimos el amor a Dios y necesitamos decírselo con palabras muy concretas, por cierto: “Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”.

Más todavía. El salmista, lleno de amor a este Dios maravilloso concluye diciendo: 

“¡Viva el Señor, bendita sea mi roca!”

Sabemos que la roca era el símbolo de Dios en el Antiguo Testamento por lo que ella significa de fuerza, de fidelidad incorruptible.

Por su parte san Pablo nos habla en la carta a los Tesalonicenses que uno de los signos de amor y fidelidad que tenemos a Dios consiste en acoger su Palabra. Y no de cualquier manera sino “acogiendo la Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo”.

Esa es la alegría del Evangelio que nos presenta el Papa Francisco en su última carta.

Esta acogida es tan intensa que no sólo la han vivido los tesalonicenses sino que ellos mismos la han propagado evangelizando por otros muchos países.

Algo muy importante para nosotros porque, como estamos viendo, el verdadero amor a Dios debe traducirse en la acogida amorosa de su Palabra y también en transmitirla para que otros puedan conocer y amar a Dios sobre todas las cosas.

Por su parte el salmo aleluyático nos advierte que “el que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a Él”.

Es hermoso pensar que quien acoge la Palabra de Dios, acoge a Dios y quien la comparte con el prójimo está haciendo el acto de caridad más grande, el de unir el corazón de Dios con el corazón del prójimo”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

19 de octubre de 2014

XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

QUIÉN MANDA MÁS DIOS O LOS HOMBRES

La primera lectura de hoy es realmente desconcertante.

Ciro, rey persa, que no es judío, un buen día proclamó este edicto que devolvía la libertad al pueblo de Dios:

“Esto dice Ciro, rey de Persia: el Señor, Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén de Judá.

El que de vosotros pertenezca a su pueblo, que su Dios sea con él, que suba a Jerusalén de Judá, a reconstruir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. 

A todos los que hayan quedado en el lugar donde vivan, que las personas del lugar donde estén les ayuden con plata, oro, bienes y ganados además de las ofrendas voluntarias para el templo de Dios que está en Jerusalén”.

Pues a este Ciro pagano es a quien Isaías, de parte de Dios, le dedica las palabras que hoy leemos en la primera lectura:

“Esto dice el Señor a su ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: doblegaré ante él las naciones.

Por mi siervo Jacob… te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías...”

De esta manera la providencia de Dios emplea al rey de Persia para devolver la libertad a su pueblo.

Lógicamente el salmo responsorial: aclama la gloria y el poder del Señor y le canta un cántico nuevo, contando a todos los pueblos la gloria y maravillas de todas las naciones.

La lectura de Pablo dirigida a los tesalonicenses podríamos leerla de muchas formas, pero nos fijamos únicamente en el detalle por el cual Pablo llama “elegidos de Dios” a los evangelizadores que proclamaban el Evangelio con la fuerza del Espíritu Santo.

Y vayamos al Evangelio del día.

Es interesante el esfuerzo mental que hacen los fariseos para dejar mal a Jesucristo:

“Se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta”.

En esta oportunidad la cosa fue en serio y en su importante reunión pensaron:

Si dice que no paguemos el tributo al César se enterarán los romanos y lo prenderán como revolucionario.

Si dice que paguemos el tributo nosotros seremos los primeros en revelarnos contra Él ante la gente para decir que el Maestro está de parte de los odiados invasores que son los romanos.

Estaban felices como nunca.

Y ¿cuál es la pregunta que les hernió la imaginación?

Como siempre hacen los hipócritas comienzan con esas palabras de los grandes adulones:

“Maestro, sabemos que eres sincero y que no enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea”.

Y después le preguntan:

“¿Es lícito pagar el impuesto al César o no?”

Jesús, por su parte, lo primero que les hace ver es que con todos sus disimulos no han conseguido engañarle: 

“Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto”.

La toma en una mano y con la otra señala la efigie del César y pregunta:

“¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron:

-Del César”.

Entonces Jesús les devuelve la moneda y dejándolos totalmente desconcertados les dice:

“Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Una vez más los fariseos fracasaron y le dieron a Jesús la oportunidad de dejarnos a todos una gran lección sobre cómo actuar en la vida social.

Sabemos que los fariseos, a pesar de su odio a los romanos, buscaban con avaricia sus monedas que tenían el rostro y la inscripción del emperador.

La lección de Jesús es clara.

Hay que respetar la autoridad humana pero no se puede olvidar a Dios y su ley. 

Primero está Dios que es el Creador y después las leyes que dan entre sí las criaturas para una buena convivencia.

El problema, hoy como ayer, se suscita cuando las leyes de los hombres se oponen a la ley que Dios da, unas veces por la naturaleza misma de las cosas que Él ha creado y otras mediante sus mandamientos. Y el problema de los fariseos a Jesús es el que suscita también hoy algunos gobiernos a la Iglesia del Señor.

Es doloroso ver la cantidad de mártires fruto del orgullo de los gobernantes que quieren poner sus leyes inicuas por encima de las leyes de Dios.

Recemos por nuestros gobernantes para que sus corazones no se alejen del corazón de Dios.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

9 de octubre de 2014

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

EL VESTIDO DE FIESTA
Ya sabemos que Jesús utiliza las parábolas para hablarnos del Reino.

Una parábola es una comparación que Jesús toma de las cosas de la vida o de la naturaleza, cosas materiales para explicarnos las realidades espirituales.

Hoy no nos habla de la viña sino del banquete que es también un recurso frecuente para hablar del más allá tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

De todas formas la parábola del día va para los mismos oyentes de las anteriores: 

“Habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo”:

“El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir.

Volvió a mandar criados para decirles: tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”.

Los convidados no hicieron caso e incluso algunos de ellos maltrataron y hasta mataron a los enviados.

El rey envía sus tropas que acaban con los asesinos y queman la ciudad.

Según enseñan los escrituristas esta parábola encierra dos parábolas distintas.

Aquí terminaría la primera que se refiere al pueblo que Dios había elegido como “su pueblo” pero no quiso entrar en el banquete de su Hijo. Es claro una vez más que Jesús se refiere al Padre y a sí mismo.

La segunda parábola se refiere más bien al nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia:

“El Señor dice a sus criados: “la boda está preparada pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”.

Y el banquete se llenó de toda clase de gente, es decir, de todos los pueblos “gentiles”:

“Cuando el rey entró a saludar a los comensales reparó en uno que no llevaba el traje de fiesta y le dijo: amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”.

El otro, consciente de que era culpable, no abrió la boca. Y el rey lo mandó sacar fuera del festín.

Está claro que todos estamos llamados a entrar en el Reino de Dios, pero es preciso tener el vestido de fiesta, es decir, vivir con coherencia entre lo que creemos y lo que hacemos.

Por eso precisamente Jesús termina diciendo que “muchos son los llamados y pocos los escogidos”.

Es un gozo pensar que Dios nos invita a su casa para una eternidad feliz pero al mismo tiempo es una responsabilidad saber que hemos de corresponder a su amor con el nuestro.

San Pablo nos invita a confiar que podemos cumplir nuestra misión, con una hermosa receta que él mismo hizo vida:

“Todo lo puedo en aquel que me conforta”.

Por eso está acostumbrado a todo lo que se le presente en el duro apostolado que ha emprendido por el Reino de Dios:

“Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación”.

Isaías nos presenta también proféticamente el festín que Dios preparará:

“Aquel día el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”.

Fijémonos con detención que la profecía es para todos los pueblos, pero se realizará en el monte santo que lógicamente es Sión.

Por otra parte, habla del vino que para nosotros, en nuestras fiestas humanas, consideramos fuente de alegría y gozo.

También en este festín de Dios “se aniquilará la muerte para siempre. Y el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros”.

Y termina la lectura diciéndonos: 

“Aquí está nuestro Dios… celebremos y gocemos con su salvación”.

Este “aquí está nuestro Dios” nos puede recordar: “Cantemos al amor de los amores, Dios está aquí”. 

Si no podemos referirlo directamente, sí podemos pensar que con el pan y vino consagrados en la Eucaristía tenemos la prenda segura de nuestra salvación, como dijo Jesús: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”.

El salmo responsorial lo podemos referir al mismo festín de que nos habla Isaías:

“Habitaré en la casa del Señor por años sin término… porque el Señor es mi pastor”.

Y ahora nuestro querido salmo 22 nos invita a pensar que el dueño del festín es el Buen Pastor que recordamos con tanta frecuencia:

“El Señor es mi pastor nada me falta… prepara una mesa ante mí… y me unge la cabeza con perfume y mi copa rebosa”.

Y terminamos con este gozoso propósito:

“Habitaré en la casa del Señor por años sin término”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo

3 de octubre de 2014

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A

MI AMIGO TENÍA UNA VIÑA

Varios domingos venimos hablando de la viña, guiados por el evangelista san Mateo.

Hoy la liturgia nos presenta expresamente el cántico de la viña al que aludimos el domingo anterior.

De todas formas será bueno que completemos algunos detalles preliminares.

La historia del vino comienza con el Génesis (9,20): “Noé era agricultor y fue el primero en plantar una viña. Bebió del vino, se emborrachó”.

Conocemos también la admiración que causó en el pueblo hebreo, camino a la tierra prometida, la llegada de los exploradores que, “llegados al valle del racimo, cortaron un ramo con un solo racimo y lo llevaron entre dos” (Nm 13,23).

Conocemos otros muchos relatos sobre las viñas, por ejemplo, la viña de Nabot.

Por su parte los salmos hablan muchas veces de la viña, como el 79 que compartiremos hoy como salmo responsorial: “la viña del Señor es la casa de Israel”. 

El salmo va desarrollando una bellísima comparación entre Israel y la viña amada de Dios.

La historia del vino, del fruto de la viña, nos enseña que una característica de la alegría de las fiestas humanas se encuentra en esta bebida.

Así recordamos el salmo (104) que dice: “el vino que alegra el corazón del hombre”.

Por otra parte todos recordamos de manera especial el vino de Caná y la cumbre de todas las fiestas, el vino de la Eucaristía en la última cena.

Vayamos a Isaías que hoy nos va a cantar los amores de Dios (“el amigo del profeta”) y las ingratitudes de la viña (“el pueblo de Israel”).

Estemos atentos a la lectura porque es posible que descubramos nuestra ingratitud personal con la bondad de Dios que nos ha dado tantos regalos y tanta misericordia desde el bautismo:

“¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? 

¿Por qué esperando que me diera uvas dio agrazones?”.

¿Suenan en tu conciencia estas palabras como un reproche del Señor para ti?

“La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido”.

¿Nos toca algo a ti y a mí? Y continuamos con el profeta:

“Espero de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos. Espero justicia, y ahí tenéis: lamentos”.

El Evangelio nos ofrece la dolorosa parábola con la que Jesús enseña una vez más a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo.

Pero ahora el Señor, en lugar de enfrentarse con el pueblo de Dios como hace Isaías, se enfrenta a los viñadores que son precisamente los que están escuchando, los dirigentes del pueblo de Israel.

“Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, plantó en ella un lagar; construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. 

Llegado el tiempo de la vendimia envió a sus criados para percibir los frutos que le correspondían.

Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon”.

Después envía otros criados y el trato es el mismo.

Sus oyentes debieron entender muy pronto que Jesús hablaba de los profetas que Dios envió a Israel pero, sobre todo, comprendieron que iba para ellos lo peor:

“Por último envió a su hijo diciéndose: “tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron, éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia…”

Jesús advierte que el castigo para ellos será terrible.

Esto era demasiado claro: Jesús muchas veces se había llamado “hijo de Dios”, ahora está representado por el hijo del dueño de la viña. Y aún hay algo más fuerte que es la aplicación que hace Jesús del salmo:

“La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”.

Entendieron tan bien lo que Jesús quería decir que “los sumos sacerdotes y fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos pero aunque querían prenderle, temían que hubiera un levantamiento del pueblo que lo tenía por profeta”.

Terminemos con las palabras de Jesús en la última cena que nos recuerda el salmo aleluyático:

“Yo os he elegido del mundo, para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”.

Esta es la misión que Jesús nos da a cada uno dentro de la viña que es su Reino: evangelizar para dar como fruto la conversión de otros muchos que se acerquen a Dios.
José Ignacio Alemany Grau, obispo