26 de junio de 2014

Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles

CORAZÓN DE JESÚS – SAN PEDRO Y SAN PABLO

I. EL AUTORETRATO DE JESÚS

Es Jesús quien nos ha hecho una foto de su propio corazón:

“Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Como hombre fue un hombre lleno de ternura que pasó haciendo el bien a todos, sanando, enseñando y sobre todo dando su propia vida.

Como Dios nos lo presenta así de amoroso el Deuteronomio:

“Moisés dijo al pueblo: tú eres un pueblo santo para el Señor, tu Dios; Él te eligió para que fueras, entre todos los pueblos de la tierra el pueblo de su propiedad. 

Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, pues sois el pueblo más pequeño, sino que por puro amor vuestro… os sacó de Egipto con mano fuerte… así sabrás que tu Dios es el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman”.

Ese amor y la fidelidad del Antiguo Testamento pasan en el Nuevo a toda la humanidad a través de la Iglesia. Por eso san Juan, después de conocer el Corazón de Jesús, recostando su cabeza sobre el pecho del Señor, entendió el amor de Dios mejor todavía y nos habló de él diciendo:

“En esto manifestó el amor que Dios nos tiene en que Dios envió su Hijo al mundo para que vivamos por medio de Él… en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino que Él nos amó y nos envió a su Hijo.

Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”.

Después, san Juan saca una conclusión para que agrademos a Dios:

“Si Dios nos amó así nosotros debemos amar a los hermanos”.

Entonces nuestro corazón latirá al compás del Corazón de Jesús.

Veamos ahora las enseñanzas del prefacio:

Jesús “con amor admirable se entregó por nosotros y, elevado sobre la cruz, hizo que de la herida de su costado brotaran con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia para que así, acercándose al Corazón abierto del Salvador todos puedan beber con gozo de la fuente de la salvación”.

Terminamos la primera parte de nuestra reflexión recordando las palabras de Jesús a santa Margarita María Alacoque:

“Aquí está el Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse por demostrarles su amor y que no recibe reconocimiento de la mayor parte, sino ingratitud, ya por irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento de amor”.

II. LOS APOSTÓLES PEDRO Y PABLO

Lo primero que se nos ocurre es por qué se celebran a san Pedro y san Pablo juntos, si Pablo no pertenece a los doce apóstoles.

El mismo san Pablo nos da la respuesta enseñando que Jesús lo eligió a él personalmente como su apóstol. Por lo demás, en el prefacio del día encontraremos la mejor aclaración:

“En los apóstoles Pedro y Pablo has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría. Pedro fue el primero en confesar la fe, Pablo el maestro insigne que la interpretó. Aquél fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes. De esta forma, Señor, por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo y a los dos, coronados por el martirio, celebra hoy tu pueblo con una misma veneración”.

Como podemos entender los dos fueron elegidos por Jesús. Pedro fortaleció la fe de la Iglesia en Israel, en cambio Pablo predicó por todo el mundo entonces conocido, de ahí el nombre de “apóstol de los gentiles”.

Sabemos también que los dos fueron martirizados en Roma. 

A Pedro lo crucificaron y a Pablo le cortaron la cabeza ya que siendo ciudadano romano no lo podían crucificar.

La primera lectura nos cuenta cómo Herodes metió en la cárcel a Pedro y la Iglesia oraba “intensamente a Dios por él”. Esa misma noche Dios hizo el gran milagro de sacarlo de la cárcel y devolverlo a la comunidad.

La segunda lectura es de Pablo. Es un testimonio precioso de cómo se sentía al final de su sacrificada misión:

“Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate. He corrido hasta la meta. He mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día”.

Y aprovecha Pablo para animarnos a ser buenos cristianos, diciendo que Dios nos coronará también a nosotros: “no sólo a mí sino a todos los que tienen amor a su venida”.

El Evangelio nos presenta el momento en que Jesús, después de haber rezado, entregó a Pedro las llaves del Reino, es decir, el poder para representar a Jesús en su Iglesia.

En este domingo celebramos también el día de la Iglesia, el día del Papa.

Ayer fue Benedicto, antes Juan Pablo… ahora Francisco. Son los sucesores de Pedro que Dios ha colocado como guías para que nos lleven a Jesús.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

19 de junio de 2014

Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, Ciclo A

UN SUEÑO DE AMOR
Jesús está en la sinagoga de Cafarnaúm. De pronto tiene un arrebato de amor y de ilusión.
Piensa:
Ayer di de comer a cinco mil personas pan y pescado en abundancia. Daba gusto ver aquellos cinco mil hombres rodeados de sus mujeres y niños, comiendo hasta hartarse. Y sobró… y sobró…
Pero, Jesús comenzó a soñar:
Yo quiero que, a través de los siglos, las multitudes puedan comer un pan mejor y más abundante. Que coman y sobre.
Y habló a la genta apiñada en la sinagoga:
“Esfuércense por conseguir no el pan temporal sino el permanente, el que da la vida eterna”.
Recuerden “sus antepasados comieron el maná en el desierto pero murieron. Desde ahora será mi Padre quien les dé el verdadero pan.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre... y yo lo resucitaré el último día”. ¡Nunca morirá!
Jesús hablaba cada vez con más ilusión y el público en cambio se desanimaba.
Sin embargo Jesús mantiene su palabra: “os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
Vamos al cenáculo.
Está lleno de luces de fiesta, que, posiblemente, colocó y prendió la Madre de Jesús.
Está anocheciendo.
Los apóstoles de Jesús van llegando. El Maestro “que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.
Les lavó los pies. 
Se crea un clima de amistad, y hasta de cariño, que fue asfixiando el alma de Judas, el cual salió poco después del cenáculo cargando sobre sus hombros la noche de Jerusalén metida en su pecado.
A partir de ese momento el Corazón de Jesús se esponja. La conversación llega a una gran intimidad.
Les promete el Espíritu Santo y les habla de la ternura del Padre que también quiere a sus discípulos.
Sin embargo, por momentos, Jesús parece tembloroso e inquieto.
De pronto, Jesús toma el pan. Son granos molidos con el sudor de la frente de los campesinos. El pan, tan ordinario y sencillo como necesario, tiembla en las manos del Señor. 
Al fin lo parte. 
Jesús debió pensar: ahora quiero entrar realmente con todo mi ser en el interior de cada uno de mis discípulos con el Cuerpo que me dio mi santa Madre y con mi Persona divina que procede del Padre.
Me quedaré con ellos y les daré vida.
Ninguna madre, ningún enamorado o esposo lo logró. Pero yo soy Dios y puedo hacerlo.
En el profundo silencio del cenáculo resuena la voz sonora del Maestro:
“Esto es mi cuerpo: tomad y comed”.
Luego Jesús tomó la cuarta copa que solía pasarse entre los comensales en la cena pascual y se la entregó diciendo “Ésta es mi sangre”.
Después de haber convertido el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre, Jesús dijo a los suyos:
“Hagan esto en conmemoración mía”.
Es el mandato más dulce del Maestro: “Hagan esto”.
Los amigos de Jesús, como los de Emaús, lo reconocemos “al partir el pan”.
Los que no creen se reirán: ¡Es tan fácil reírse cuando no hay amor!
En cambio el enamorado se goza en las maravillas o cosas simples que hace el otro.
Y tú y yo debemos gozarnos en la maravilla más grande de Jesús: la Eucaristía.
Sí. La Eucaristía es el tesoro más grande que Jesús, Esposo fiel, ha dejado a su esposa amada, la Iglesia, por la que entregó su vida.
Por su parte Pablo nos dice hoy:
“El cáliz de la bendición que bendecimos ¿no es comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?
El pan es uno y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo porque comemos todos del mismo Pan”.
Hoy llevamos a Jesús entre alfombras de flores visitando nuestras calles y plazas.
Que, con la oración colecta de hoy, pidamos al Padre que “nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios del Cuerpo y de la Sangre de Cristo que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención”.
Si un día al año sale Jesús en la Eucaristía para visitar nuestras calles, que todos los días pueda visitar tu corazón.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

12 de junio de 2014

Solemnidad de la Santísima Trinidad, Ciclo A

Y LOS TRES SON UNO
“Los confío hoy a la Santísima Trinidad. Por ella los introduciré dentro de poco en el agua y los sacaré de ella. Se la doy como Compañera y Patrona de toda su vida”.

Son palabras de san Gregorio Nacianceno dirigidas a los que iba a bautizar.

Permíteme unas preguntas antes de empezar nuestra reflexión.

¿La Santísima Trinidad es tu Protectora de verdad? ¿Es tu confidente? ¿Es tu amiga?

¿La recuerdas, la invocas?

Se te metió dentro para cuidarte mejor. Siempre te acompaña:

¿La cuidas como el mejor tesoro que tú tienes?

Examinemos ahora lo que nos enseña la liturgia del día y profundicemos.

Comenzamos con el prefacio:

La liturgia dirigiéndose al Padre dice: “que con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola persona sino tres personas en una sola naturaleza. Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo, y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción.

De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad…”

No digas que es difícil entender lo que dice este prefacio y te quedas tranquilo.

La verdad es que se trata de un misterio y lo limitado no puede captar lo infinito.

Nunca un vaso pequeño podrá recibir toda el agua de un torrente.

Darle a uno la tarjeta personal es, entre nosotros, una invitación a entablar la amistad.

Pues bien, Dios nos reveló su nombre, que es su tarjeta personal, y para que nos pudiera llegar nos envió al Hijo de la familia divina. 

Enviar un hijo a visitar a alguien es abrirse a la familia visitada.

El Padre envió al Hijo y Él nos ha revelado las maravillas de Dios:

- Dios nos quiere con ternura y nos cuida como el mejor padre.

- Él nos alimenta con sus dones materiales y con sus bienes espirituales.

- Y además, Dios se nos metió dentro para cuidarnos mejor.

- Y tantas otras maravillas, por ejemplo la que recoge la colecta de hoy sobre las “misiones” divinas.

“Dios todopoderoso que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la unidad todopoderosa”.

Quizá te ha extrañado que yo te haya hablado de “misiones”. Se llaman misiones en la Trinidad los envíos que ha realizado y son dos, como leímos en esta oración:

El Padre envía al Hijo (la “Encarnación”) y el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo (“Pentecostés”).

Al decirnos también la Escritura que Dios nos creó a su imagen y semejanza nos anima a hablar con Dios, a ver en la Trinidad el mejor modelo de tu familia, de tu grupo o de tu comunidad.

Vayamos ahora a los otros textos de la Santa Misa de hoy:

El Éxodo nos recuerda la definición que Dios dio de sí mismo en el Antiguo Testamento:

“Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”.

Apoyado en este texto Moisés pedirá a Dios que les acompañe a él y a su pueblo “aunque éste es un pueblo de dura cerviz” y con la misma confianza en su misericordia pide “perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya”.

El salmo responsorial recoge unos versículos de las alabanzas del libro de Daniel:

“Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, bendito tu nombre santo y glorioso”.

En la segunda lectura Pablo nos dice estas palabras que nos suenan tan familiares a todos porque con ellas nos saluda el sacerdote al comienzo de la Misa:

“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos ustedes”.

El Evangelio nos presenta el amor infinito del Padre que nos envía a su Hijo para demostrarnos su amor, palabras muy conocidas pero quizá poco meditadas por nuestra parte:

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por Él”.

Para terminar un consejo.

Cada vez que repitas “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, piensa bien lo que dices para que todo lo que hagas después de decir estas palabras, lo hagas de verdad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y que nunca tengas que avergonzarte de lo que haces después de este ofrecimiento.

Por el contrario que tus palabras y tu conducta glorifiquen a la Trinidad Santa.

José Ignacio Alemany Grau, obispo

5 de junio de 2014

Domingo de Pentecostés, Ciclo A

SE LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO
Los humanos tenemos siempre el peligro de quedarnos en lo externo.

Pero en el caso de Pentecostés, como en tantos otros, no es eso precisamente lo más importante.

Examinemos lo que pasó aquel día.

Ciertamente que hubo cosas externas fuertes y Dios las empleó para atraer a los habitantes de Jerusalén y a los forasteros que habían ido a la fiesta:

“De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Aparecieron lenguas como llamaradas que se repartían, posándose encima de cada uno… además empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”.

En este breve párrafo de los Hechos de los apóstoles he suprimido lo más importante, lo interior, lo profundo, la presencia invisible del Espíritu:

“Se llenaron todos de Espíritu Santo”.

El Señor hace las cosas de una manera maravillosa y así se sirve de lo externo para atraer hacia lo más profundo.

En efecto, la multitud de judíos devotos que habían peregrinado a Jerusalén, al oír el ruido acudieron en masa y es entonces cuando aprovecha Pedro para evangelizarlos.

Para nosotros esto es lo importante. Redescubrir cada día cómo el Espíritu Santo es la fuente de todo, tanto lo interno como lo externo.

¿Y qué hace, en concreto, el Espíritu Santo en nosotros?

San Pablo nos advierte hoy que es tan importante Él, que “nadie puede decir Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”.

Nos enseña también que hay multitud de dones en la Iglesia pero “es un mismo Espíritu” quien los produce.

“En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”.

También a los romanos les escribió Pablo:

“Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para recaer en el temor sino que habéis recibido un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos Abbá, Padre. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”.

Ésta es, por tanto, la obra del Espíritu en cada uno. Y como todos formamos en Cristo un solo cuerpo, es Él quien crea la unidad entre todos y con Cristo, que es nuestra cabeza.

Piensa, una vez más, lo que has leído. El Espíritu Santo te asegura que tú eres hijo de Dios.

¿Qué más puedes desear?

El Evangelio, por su parte, nos recuerda la entrada de Jesús Resucitado el día de la Pascua en el cenáculo. Allí regala a los suyos el Espíritu que les había prometido en la última cena. En concreto se refiere a uno de los grandes regalos (sacramento de la penitencia) para la Iglesia:

“Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.

Después de estos pensamientos, meditemos el salmo responsorial en el que pedimos:

“Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra”.

A continuación, el salmo, nos invita a la alabanza: 

“Bendice alma mía al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!

Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas… Gloria a Dios para siempre”.

Hoy nos encontramos también con lo que llamamos una “secuencia” que es un poema que va desarrollando la enseñanza de la fiesta del día. La que hoy meditamos se refiere al Espíritu Santo, con estas palabras:

“Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo; Padre amoroso del pobre; Don en tus dones espléndido; Luz que penetra las almas; Fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce Huésped… entra en el fondo del alma Divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro… Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo… Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos”.

Reflexionemos, ahora, sobre el prefacio que nos presenta el misterio de Pentecostés con estas palabras dirigidas al Padre:

“Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo. Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas”.

Terminemos pidiendo con la Iglesia, en la oración más importante de hoy, la colecta:

“Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”.

La fe, en efecto, nos enseña que, siendo Dios como el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, hoy como ayer, puede repetir los prodigios necesarios para santificar su Iglesia… para santificarte a ti.

Pídele sus dones para que puedas servir mejor a la Iglesia.

Pídele también sus frutos para que te santifique a ti y te haga plenamente feliz.

José Ignacio Alemany Grau, obispo