1 de mayo de 2014

III Domingo de Pascua, Ciclo A

PEREGRINOS CON JESÚS
Recuerdo que, siendo seminarista, hice una vez un comentario sobre la liturgia de este domingo y lo hice resaltando la oración sobre las ofrendas que dice al Señor: “Recibe las ofrendas de la Iglesia exultante de gozo y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría concédenos participar también del gozo eterno”.

Por cierto que el primer premio se lo llevó un compañero que se llamaba Miranda y el segundo me lo llevé yo, que éramos los únicos que habíamos concursado…

Con esa sonrisa que has esbozado al leer pero en un grado infinitamente mayor es la alegría que debe quedar en nosotros, meditando en la resurrección de Jesús durante esta Pascua.

Examinemos lo que nos dice la liturgia del tercer domingo pascual en nuestro ciclo A, con san Mateo.

Por dos veces nos habla el apóstol san Pedro:

Primero en los Hechos de los Apóstoles.

Él quiere probar a los judíos que la resurrección de Jesucristo ha sido el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento.

La muerte de Jesús y sobre todo la resurrección corresponden a las profecías.

Lo más importante de todo: “Jesucristo es el hombre que Dios acreditó realizando por medios de Él milagros, signos y prodigios que todos conocen”.

Pues bien, a este Jesús “Ustedes lo mataron por mano de los paganos, lo mataron en una cruz pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte… Pues bien, Dios resucitó a este Jesús y todos nosotros somos testigos”.

En este discurso de Pedro, como podemos ver también en las predicaciones de Pablo, nos damos cuenta cuál fue la clave para la conversión de los judíos al cristianismo.

Consistía en recordar y revivir las profecías del Antiguo Testamento y anunciar su cumplimiento en Cristo Jesús, que era el Mesías prometido.

En segundo lugar leemos la carta de Pedro. En ella nos enseña que Dios nos rescató de nuestros pecados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino con el precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha.

Por Cristo ustedes creen en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria”.

En el salmo responsorial, pensando que Jesús es el Maestro que nos enseña a nosotros, lo mismo que enseñó a los dos de Emaús, le decimos: 

“Señor, me enseñarás el sendero de la vida… bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente… me enseñarás el sendero de la vida”.

Esta enseñanza de Dios trae la alegría al corazón: 

“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa… me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.

Ojalá que las enseñanzas de Jesús leídas en la Santa Biblia, sobre todo en el Evangelio, produzcan en nosotros el mismo gozo que en el corazón de los de Emaús: “sentíamos arder nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras por el camino”.

Y ahora vayamos al bellísimo tan conocido y meditado capítulo 24 de Lucas.

Examinémoslo desde un punto de vista concreto:

Jesús, podemos decir, celebra la Santa Misa con dos peregrinos y cumple las promesas que hizo en el Evangelio.

En primer lugar nos encontramos dos discípulos que vienen hablando de Jesús.

Es cierto que desconfían pero hablan de Él.

Jesús cumple su promesa: 

“Donde hay dos o más reunidos en mi nombre, en medio de ellos estoy yo”.

En efecto, entre los dos peregrinos va conversando y explicándoles cómo las Escrituras, empezando por Moisés hasta entonces, se habían cumplido en la vida y pasión de Jesús lo mismo que en la resurrección.

Llegan a Emaús, pueblecito que está a once kilómetros de Jerusalén. Va anocheciendo y Jesús peregrino hace ademán de seguir adelante.

Ellos, cumpliendo una de las obras de misericordia, “fui peregrino y me hospedaste”, le dicen:

“Quédate con nosotros porque anoche y mañana seguirás tu camino”.

Jesús peregrino acepta la invitación. Se sienta a la mesa y comienza la segunda parte de la Santa Misa que iba “celebrando” con ellos.

“Tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio”… recuerda que son exactamente las palabras que preceden a la consagración del pan.

Al comer el pan se les abren los ojos y lo reconocen, pero Jesús desapareció.

Podemos ver a continuación el fruto de una Eucaristía bien celebrada y como si escucharan las palabras finales de la Misa, “la Eucaristía ha terminado, vayan”, levantándose al momento se volvieron a Jerusalén sin importarles ni el cansancio, ni la oscuridad, ni los once kilómetros.

Llevaban dentro la Luz y el ansia de compartir la gran noticia.

“Lo hemos encontrado en el camino y lo hemos reconocido al partir el pan”.

Así cumplían también la otra obra de misericordia:

“Tuve hambre y me diste de comer”.

Esa es la Misa celebrada por el Resucitado. 

Una misa que produce un fruto muy eficaz.

¿Qué fruto sueles sacar tú cada vez que asistes a la Eucaristía?

José Ignacio Alemany Grau, obispo