20 de marzo de 2014

III Domingo de Cuaresma, Ciclo A

DAME DE BEBER
No hay duda de que ha sido el mismo Dios quien nos ha metido en el alma una sed de infinito. Si somos sinceros hemos de reconocer que nada de este mundo nos sacia plenamente: 

Ni las fiestas que pasan pronto.

Ni los amigos, ni los familiares más íntimos nos llenan a plenitud porque, aunque sean muy fieles, al final se nos escapan hacia el otro mundo.

Dios nos ha metido sed de eternidad. Siempre queremos más.

Hoy la liturgia nos habla de esta sed, cuya manifestación más profunda la encontramos en los labios de Cristo agonizante en la cruz:

“¡Tengo sed!”

Nuestra sed es del agua necesaria para la salud física pero también es sed de eternidad.

El libro del Éxodo nos presenta “al pueblo torturado por la sed, murmurando contra Moisés: 
“¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?”

Cuando la sed es tan grande, se olvidan plenamente de los prodigios de Dios, incluso el de haberlos liberado de la esclavitud de Egipto.

De todas formas Dios es comprensivo y manda a Moisés:

“Preséntate al pueblo, llevando contigo alguno de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que tocaste el río (el mar Rojo) y vete, que yo estará allí sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo”.

Por otra parte tenemos muchos salmos que nos hablan de esta sed de infinito, sed de Dios, que todos cargamos en el corazón:

“Como busca la cierva corrientes de agua así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios” (42).

“Los humanos se nutren de lo sabroso de tu casa y les da a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz” (36).

“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca agostada, sin agua” (63).

Evidentemente que para saciar nuestra sed tendremos que escuchar la voz de Dios, como nos pide el salmo 94, que es el responsorial de este día:

“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón”.

Esta es la actitud que nos presenta el Evangelio.

En efecto, hoy el Evangelio es el capítulo cuatro de san Juan que nos recuerda a la famosa samaritana, prototipo de todo ser humano que tiene hambre y sed de Dios.

Admiremos la sabiduría de Jesús que es el primero que habla de agua física y con humildad pide: “¡Dame de beber!”.

En realidad Jesús se encarnó por esto: Porque tenía mucha sed de corazones. En fin de cuentas siempre valen las palabras de san Agustín: “Jesús tiene sed de que tú tengas sed de Él”.

Jesús, a la mujer sedienta, le ofrece un agua distinta de la que, cada día, ella busca en el pozo:

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed, pero el que bebe del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

En ese momento la mujer le grita al Señor: 

“¡Señor, dame esa agua: así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla!”.

Hasta aquí llega el diálogo del agua física.

Ahora Jesús, sabiamente, lleva a la mujer hacia el interior de su corazón, donde había una sequía más grande y le rebela el gran secreto que no se solía publicar:

El Mesías “soy yo, el que habla contigo”.

La mujer se olvida del cántaro y con él olvida también el agua que necesitaba.

Encontró un agua que sacia totalmente su corazón y fue a compartirla entre sus vecinos:

“Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?”

La mujer sedienta ofrece agua abundante a los samaritanos que también saciarán su sed y podrán decir a la mujer:

“Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es, de verdad, el salvador del mundo”.

El prefacio nos dirá, de Cristo que “al pedir agua la samaritana ya había infundido en ella la gracia de la fe y si quiso estar sediento de la sed de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino”.

Seamos sinceros hoy y digámosle a Dios qué tipo de sed cargamos en nuestro corazón.

¿No será una sed profunda que no queremos proclamar debido a la vergüenza que cargamos?

Recuerda: tú tienes sed. Jesús tiene agua abundante que brotó de su corazón herido y te dice: “¡dame de beber!”

¿Por qué no vas a Él para saciarte? ¡Serás feliz!
José Ignacio Alemany Grau, obispo